Historia

Historia

Golpes con abrazos

La Razón
La RazónLa Razón

Es frecuente que se diga que por lo general los hombres tienen poca sensibilidad frente al dolor humano, raras veces se conmueven con los pensamientos más nobles y pueden soportar la contemplación de los mayores sufrimientos sin apenas inmutarse. Se trata sin duda de un tópico. Suele confundirse la entereza masculina con la dichosa insensibilidad que yo podría desmentir con un buen puñado de ejemplos observados en hombres de todo tipo. Pero no lo haré porque a los hombres suele traernos sin cuidado que las mujeres hagan chistes sobre nosotros o que se dude de nuestros sentimientos diciendo que ni siquiera somos capaces de aprender lo mejor de nuestros perros. Es cierto que los hombres a veces se alteran por nada y se vuelven agresivos por cualquier cosa. No lo es menos que cuando un hombre se encuentra hundido procura disimular que lo está y se come su desgracia sin hacer alardes, no porque sea un valiente, ni un idiota, sino porque sabe que para no perder de vista lo que a uno se le viene encima lo mejor es apretar lo dientes y llorar con los ojos abiertos. No se trata de señalar a nadie, sinceramente, pero por lo general un hombre que se busca complicaciones suele aguantar sin pestañear el tirón y los golpes que vengan luego, y si se trata de uno de esos tipos duros del arroyo, puedo jurar, porque lo he visto, que raras veces emplearía la memoria para algo que convirtiese sus recuerdos en rencor. Supongo que eso lo hacemos los hombres porque somos con frecuencia impulsivos, descuidados e irresponsables. Recuerdo con frecuencia al duro Pepe Bahana, del que hablé aquí algunas veces porque fue él quien me enseñó que un hombre no ha de recordar jamás un golpe más allá de lo que haya durado su dolor «porque no puedes dejar que algo que te afecte al cuerpo te destruya de paso el sueño». Bahana le había sacudido a mi vista a unos cuantos hombres por haberse propasado con las chicas del negocio y me consta que ninguno de aquellos imbéciles le retiró jamás el saludo. Acuciado por su conciencia, mi amigo me lo explicó sin que se lo hubiese preguntado: «Los hombres somos así, hijo. Jamás perdí la amistad de un tipo al que le hubiese sacudido. A veces las mujeres transforman el dolor en un elevado sentido de la cosmética, mientras que nosotros lo convertimos en una especie de miedo amistoso que nos arrastra hacia quien nos infunde pánico. Carecemos de la buena memoria que se necesita para el rencor. Fíjate en este mundo extremo. Verás que por terrible que sea, no hay entre dos hombres de verdad una sola pelea cuyo último golpe no sea sin remedio un abrazo».