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Los demonios Lakers
Misión en Londres
Bienvenido sea el desprecio de los angelinos si permite a Pau llegar más fresco a los Juegos. Ya pagarán los yanquis su soberbia en Londres.
De los Lakers, cuando aún tenían sede en Minneápolis, se marchó George Mikan, y siguieron ganando. Ya en Los Ángeles, la segunda mejor franquicia de la historia de la NBA prescindió de Wilt Chamberlain sin que su palmarés lo notase. En los noventa, se fueron retirando los genios del «showtime» (Magic, Kareem, Worthy…) y llegó Shaquille para seguir sumando campeonatos. Y más pronto que tarde se terminará yendo Pau Gasol, que siendo un maravilloso jugador no es digno de lamer las suelas de las botas de los citados, sin que ello suponga ningún trauma. Las instituciones alcanzan la grandeza cuando logran sobreponerse al fulanismo. Justo lo contrario que los Bulls de Jordan. Ni siquiera Kobe puede determinar la política deportiva de los Lakers. Someterse a los caprichos de una estrella es el camino más recto hacia el fracaso. Dos campeonatos de la NBA, los primeros anillos que se calza un español, han metido a Pau en la historia y deben llevarlo en breve al «Hall of Fame». El pívot catalán ha completado con éxito la misión que lo llevó hasta California y ahora debe centrarse en el único logro que le falta a una carrera fantástica: la medalla de oro olímpica. Si para ello debe sacrificar su temporada en los Lakers por un destino menos exigente (Orlando, Houston…) que le permita llegar fresco a Londres, bienvenido sea el desprecio de los angelinos. Ya pagarán los yanquis su soberbia en los Juegos. En un universo tan profesionalizado, no debe escandalizarnos que las franquicias miren por sus intereses y los jugadores por los suyos. A tu Atleti, vecina, le ha ido mejor desde que se fue Lady Mechitas.
Lucas Haurie
Ángeles sin alma
Cuando llegaron los éxitos se buscó a otro para liderarlos y cuando llegaron torcidas para los Lakers, se le señaló como cabeza de turco.
Ni siquiera en la segunda mitad de los años ochenta, lustro esplendoroso en el que el baloncesto de la NBA consumía algunas horas de mi ocio juvenil y tontuno, fue una de los Lakers. Ni Magic, ni Worthy, ni Abdul-Jabbar hicieron nunca palpitar mi adolescente corazón, entregado con ímpetu y fervor a los «Bad Boys» residentes en Detroit. Me encantaría decirles que las razones de mi apego a los Pistons tuvieron algo que ver con su juego físico y su espíritu luchador, o con las virguerías de Thomas, con la sólida presencia bajo los aros de Laimbeer o con el carisma de Vinnie Johnson, pero mentiría. Lo mío con aquel grupete de corajudos jugadores residía en el macarra de Dennis Rodman, un estrambote humano que alternaba grandes dosis de talento con chafarrinones de dar mucha vergüenza ajena. Nunca fui de los Lakers hasta que apareció Gasol en Los Ángeles y entonces mi primer vistazo a la prensa (después del Atleti, claro) ha sido siempre para Pau. A Pau, a mi Pau de mi vida, no le han tratado en los Lakers como creo que se ha ganado. Cuando llegaron los éxitos, se buscó siempre a otro para liderarlos. Cuando llegaron torcidas, se le señaló como cabeza de turco. Se olvidaron entonces estadísticas, números, se tiraron a la basura decenas de gestos, renuncias, sacrificios, esfuerzos y una actitud impecable que siempre favoreció al grupo. Nada de eso cuenta en una franquicia sin alma que se ha abierto de capote a las primeras de cambio y que ha mostrado que, incluso como negocio, es de usar y tirar. Que les vaya con viento fresco, señores. Demasiado pollo para tan poco arroz.
María José Navarro
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