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Primera semana
Estamos de veraneo, lo cual no quiere decir que estemos de vacaciones. En el fondo tampoco quisiéramos estar de brazos cruzados, aunque a muchos les gustaría que el mundo cesara en su intenso tráfago, en su constante ir y venir de agresividades y de miserias. A mí, sin ir más lejos. A otros no, porque les conviene. Yo me entiendo. Estamos de veraneo, ya digo, y en esta primera semana de agosto se diría que anduviéramos subiendo la cuesta de enero. No por falta de calor, que lo tenemos, sino por falta de solvencia económica. Desde que soy persona adulta no recuerdo una época tan de vacas flacas como la actual. A mi padre le oía a veces hablar de vacas flacas, pero yo era pequeña y no sabía qué quería decir con aquello. Ahora lo entiendo, pero él ya no está para que me amplíe una serie de conceptos que se me resisten. Las cifras nunca han sido lo mío, a pesar de mi ascendencia. Todavía recuerdo a mi madre dándome clases de matemáticas y ayudándome a hacer los deberes, pero, ya se sabe, Zapatero a tus zapatos (¡ya me ha traicionado el subconsciente y lo he escrito con mayúscula!), o panadero a tus panes. Por cierto que, efectivamente, Zapatero sigue estando a sus zapatos, aun cuando los demás andamos con la preocupación de si llegaremos o no a quitarnos la soga o, mejor, el cinturón que cada vez nos aprieta más la tripa. En fin, que estamos de veraneo, con el agua al cuello, con la cincha bien ajustada y con la esperanza de que lo bueno esté por venir. Ya no creemos en los Reyes Magos, pero para entonces algo habrá cambiado. Al menos, el Gobierno.
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