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Difícil patriotismo por Francisco Rodríguez Adrados
Difícil, pero no imposible.
Las grandes naciones europeas son el resultado de procesos históricos. Una nación como España procede del fondo común romano y, después, de una reconstrucción tras la invasión musulmana. Reconstrucción que comenzó en pequeños valles norteños con lenguajes diferentes que se articulaban laxamente en reinos y éstos a su vez en estructuras más o menos laxas. A través, a veces, de la guerra, más frecuentemente de bodas, herencias, intereses comunes, unión frente a enemigos no menos comunes. La culminación fue la nación España, sacralizada en cierto modo con su nombre, su bandera y su gobierno.
Piénsese en lo que ayudó a la unidad de España la invasión francesa. Las horribles guerras europeas no dejaron de promover unidades nacionales semejantes. O piénsese en la moderna Grecia, una nación muy unida, primero frente al turco, ahora frente a las intermitentes presiones de turcos y de eslavos. Y europeos.
Pero hay fenómenos que en países como el nuestro plantean amenazas a la unidad, procedentes de heridas mal cerradas, de la herencia de las piezas luego unidas, que algunos utilizan a modo de palanca. Aprietan más o menos, es un juego difícil. Porque también la unidad tiene sus ventajas. Sin el apoyo de España toda, ni la industria catalana ni la vasca habrían despegado. Y hoy, en Europa, pequeñas nacioncitas son simplemente inviables. Pero es un momento confuso. Las naciones han hecho y deshecho los mapas –quedan resquemores, heridas antiguas–. Y resulta que, paradójicamente, en Europa –y otras partes– ha habido un gran movimiento unionista, de raíz más bien económica, pero que a su vez daña la unidad interna de las naciones que la integran.
En España, ya ven, catalanes, vascos, gallegos, sólo algunos, pero poderosos, aprovecharon nuestros momentos débiles. Impusieron como condición sus autonomías, con límites mal definidos, siguió un esfuerzo por ampliarlos. Comprando, vendiendo, amenazando con sus votos. Muchas veces los gobiernos centrales cerraban los ojos. Frente al peligro, se impuso como remedio el «café para todos». Potencialmente, al menos, resultaba de ahí un peligro también para todos. Eso del derecho de autodeterminación. El peligroso derecho a deshacer la historia.
Es el patriotismo español el que más ha sufrido, con riesgo para todos. Ya ven la bandera negada en muchas partes o exhibida vergonzantemente, casi como una imposición. Quemada, burlada. Reservada a los grandes eventos deportivos, sólo allí, casi, se unen en ella todos. Porque el éxito común une, lo casero separa. A un lado de un alambre está permitido cazar, al otro no. Y para el ejercicio de mil profesiones hay restricciones locales, uno es profesor o médico de tal jurisdicción, hay invisibles alambres. Otra lacra, un complejo absurdo, es el rechazo de la lengua española, la lengua común de todos. Me quedo turulato ante ciertas Universidades donde todos hablan español pero los letreros están en otra lengua, sin duda respetable, inútil allí. El español es lo que une, es de todos.
La nación, el gran invento que la Revolución Francesa magnificó, se queda en poca cosa. Tiene que negociar en Europa, comprando, vendiendo, implorando. Esto no aumenta su prestigio dentro, es bien claro. Y se silencia como si no existiera. Hay el tira y afloja de las autonomías. Algunas amenazan o ceden, según las circunstancias. Y con ello dañan el prestigio de todos. De la asendereada nación, del pariotismo. Del orgullo de estar bajo una misma bandera para lo bueno y para lo malo. Y bajo un mismo idioma común, que es el que nos une –sin desdeñar a otros entrañables para algunos–. En los malos momentos, sin embargo, íntimamente, aunque no se exprese, nos sentimos todos unidos en lo bueno y en lo malo. Unos y otros necesitamos el éxito de la nación, o sea, de todos.
Quizá en España hayamos pasado lo peor o estemos a punto de pasarlo. Quizá ciertas amenazas, destinadas a lograr A o B, empiecen a quedarse desfasadas. Harían falta decisiones que no hubiera que revisar cada cuarto de hora. Y respetar las que ya se tomaron, aludo a las de la Constitución. Por ejemplo: da una lista de lo que pertenece al Estado, otra de lo de las autonomías. ¿Por qué no se respeta esto? ¿Y por qué Educación no está en ninguna de las dos listas y resulta lo que está resultando? El orgullo de España sólo brota ante algún triunfo deportivo o musical o lo que sea. Está bien, ciertamente. Y, sin embargo, España es también una nación importante en dominios como los estudios humanos, o los científicos o los del arte. ¿Por qué tanto complejo, entonces? España se hace casi invisible ante tanto complejo de inferioridad como padecemos, hacemos el paleto sin provecho por todas las esquinas del mundo.
Compaginar el amor a lo de dentro, a todo, con el orgullo local y el de la patria, que defendió y amplió nuestro mundo, y el de todo el mundo humano del que procedemos y somos una parte importante, es no imposible pero sí difícil. Y destrozarse dentro poniendo cada vez más barreras es estúpido. Hoy cuando en dos, tres o cuatro horas recorremos de parte a parte España, siguen y hasta aumentan los prejuicios locales y el desconocimiento de lo general.
Hoy somos ciudadanos del mundo, ciudadanos españoles. Y español se refiere a toda España.
FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS
De la Real Academia Española
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