Demografía
Matar a un ruiseñor
A partir de la primera guerra del Golfo, el Ejército prohibió a sus mujeres soldados operar en primera línea o en comandos. Firmó la orden el entonces secretario de Defensa Collin Powell. No se consideró que las chicas combatieran peor que los hombres, sino todo lo contrario, pero se constató que, cayendo una soldado, el resto masculino de un pelotón correría a ponerla a resguardo, contraviniendo órdenes y poniendo en peligro a toda la unidad. Era un movimiento instintivo que se corresponde con el grito de «¡las mujeres y los niños primero!». En Argentina, a una mujer se la llama «mina» porque se supone que el que cuenta con una fémina posee una mina de oro. Tras la guerra que sostuvo el Paraguay, la población masculina quedó diezmada y las mujeres tuvieron que deambular por los poblados buscando púberes que las fecundaran para restablecer el equilibrio demográfico. A la inversa hubiera sido más lento, y siempre he sospechado que al final de la Historia las mujeres acabarán reproduciéndose a sí mismas por partogenesis haploide dividiendo su óvulo en dos, y los hombres acabaremos en los zoos como especie extravagante y protegida. El varón parece imprescindible, pero desde la Antigüedad la vagina se ha tenido como un vaso sagrado creador infinito de la vida. La matanza española de las mujeres es incomprensible y no lo reparará un Ministerio de Igualdad sino los de Justicia y Educación. Bibí Aído se ha ocupado mucho del aborto y ha fracasado en su principal función: el derecho a la vida de las asesinadas por sus parejas.
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