España

Fraude & corrupción

La Razón
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Hace años inicié mi particular pendencia contra el fraude fiscal, contra la ligera venialidad que supone defraudar al fisco para el común de los españoles. Regularmente he escrito sobre el tema en esta columna, dedicándole toda la reprobación moral de la que soy capaz y que, me parece, requiere el asunto. En el fondo, reconozco que no lo he hecho, ni lo hago, por puritanismo, aunque también; ni por adoptar una postura moral tradicional, casi kantiana, que también; ni porque esté convencida de que «honesty is the best policy», que decía Benjamin Franklin. Que también. En realidad lo hago por conveniencia y propio interés. Pues, tratando de cumplir (con el consiguiente dolor de cartera que ello implica) con mis obligaciones tributarias, a veces tengo la sensación de ser una pánfila rodeada de linces. No sé de ningún país que presuma de desarrollado y mantenga dos contabilidades –una legal y otra al margen de cualquier legislación o deber tributario– con tanto descaro como España. En estos duros tiempos, el dinero negro y la economía sumergida son los principales lenitivos de la sociedad. Nuestras matemáticas financieras son mentira. Casi todos nuestros números son mentira. Pero, al contrario de lo que ocurre en Grecia, –que dice que tiene 5 y puede que no tenga nada–, en España decimos que hay 5 cuando en realidad debe haber 10… Debajo del colchón.

Sin embargo, bien pensado, esa tendencia a escamotearle tributos a la Hacienda Pública posee una sólida base argumental: el ciudadano no se fía del Estado. Y tiene motivos. Mejor dicho: el español desconfía de los «representantes» del Estado, da por sentado que muchos políticos «trincan también» todo lo que pueden, y se pregunta: «¿Voy a estar trabajando yo para éstos…?». Compara los mil euros que él le oculta a la Agencia Tributaria con los escándalos de corrupción que se han sucedido sin parar durante las tres últimas décadas: políticos y autoridades que trafican con influencias, defraudan, prevarican, desfalcan o directamente roban a manos llenas millones de euros (¡miles de millones de añoradas pesetas!) de los fondos públicos. Así, el pobre españolito siente que su pequeño fraude no sólo no está mal, sino que incluso se justifica moralmente. Él tiene que sacar adelante a su familia, y carece de las facilidades del hombre público corrupto –que en teoría debiera dedicarse a velar por el bien común–; por eso, el ciudadano duerme tranquilo, sin problemas de conciencia: mil euros menos en las arcas públicas son mil euros menos para malversar. Además, ¿qué son mil euros equiparados con los millones de euros desvalijados al corazón del Estado, al bienestar de la sociedad?

Entiendo perfectamente a ese ciudadano, pese a que no puedo comprenderlo, por razones obvias. Y estoy segura de que mientras los casos de corrupción política, los de las altas esferas, continúen sobresaltando a la opinión pública, será imposible «educar» a los contribuyentes, pedirles que se conciencien y cumplan puntualmente con todos sus compromisos fiscales. Sólo se predica con el ejemplo.