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Amor eterno por Marina CASTAÑO
¿Quién decía que no hay amores para siempre? Agarrando el rábano por las hojas se lo aplicamos a esas pobres tortugas que han hallado en estado fósil y en postura coital porque la muerte les sorprendió en tan feliz trance. ¿Y cómo no recordar el soneto de Quevedo ante semejante hecho? Aquel que empezaba diciendo «Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra»… y que remata con «su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido; /polvo serán, mas polvo enamorado». También hay quienes han muerto de amor, que se han sumergido en las tinieblas por amor, que le han propuesto a su pareja irse juntos para siempre, para permanecer juntos para siempre, como hicieron el filósofo francés André Gorz y su mujer Dorine hace pocos años. Eso hubieran querido Zelda y Scott Fitzgerald, que tuvieron que esperar ocho años para estar juntos en la eternidad; aquella pareja caracterizada por su entregada a una vida disipada y frívola, también divertida y extravagante…O Jacqueline, la última musa de Picasso, quien no pudo soportar su ausencia y se suicidó a los pocos años de desaparecer Pablito, como ella lo llamaba. O Juan Ramón y Zenobia. ¿Cómo que no existe el amor eterno? Hasta los animales nos demuestran que no es un estado de estupidez transitoria, como dijo alguien, y está bien localizado el lugar de nuestro cerebro donde se origina. Lo hemos sabido hace unos días: el amor se origina justo en la zona donde radican nuestras adicciones. Porque es un sentimiento adictivo, claro. ¿Y cómo se prescinde de algo así? Con la misma persona o no, ¿quién se resiste a semejante sentimiento?
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