San Petersburgo
Odio viejo amor nuevo
Que Leo Bassi y cuatro ancianos de mi quinta, o peor, se arrojen a las calles vestidos de antipapas es cosa vista. Quiero decir que odios así se han visto contra judíos, budistas o hindúes, por poner ejemplos recientes. Acabo de cerrar la autobiografía de Marc Chagall, en la que explica que estuvo en la cárcel ¡por atreverse a pisar San Petersburgo siendo hebreo! En España, el anticristianismo es una constante desde que los franceses perdieran la Guerra de Independencia. La cosa se extendió durante todo el siglo XIX y, después de los pinitos de Mendizábal y compañía, alcanzó su esplendor con la II República y nos precipitó a la Guerra Civil. Nada nuevo bajo el sol, pues. Aunque resulta chocante que ningún español sea capaz de ofender al millón largo de extranjeros que nos visitan con afán de paz, porque siempre habíamos sido hospitalarios. Lo que me mosquea, lo reconozco, es que piquen los menores de treinta.
Que un chico de hoy en día, después de Auschwitz y el Gulag, siga creyendo las consignas nazis y soviéticas que aconsejan erradicar la religión de la faz de la tierra, me sorprende. ¿Qué puñetas enseñamos en las escuelas? Por razones personales he viajado al otro lado del telón de acero a menudo, y después hice carrera cubriendo la caída del muro en casi todos los países del Este, así que prefiero no explicitar aquí lo que se me ocurre cuando oigo gritar «Menos crucifijos y más trabajo fijo». Soy temperamental. Prefiero decirles a estos gurús viejos, que comen el tarro a chicos sin memoria, lo que respondió en Almería mi amigo el cura Antonio a un musulmán que lo amenazaba diciendo: «Sólo una de las dos religiones quedará al final, y será la mía». «Ésta es la diferencia entre ambas –le contestó–, que yo estoy convencido de que iremos los dos al cielo de la mano». Ánimo Leo, el Papa te quiere.
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