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Invasión del fútbol

La Razón
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Recuerdo las tardes de domingo de mi infancia como una pesadilla. Mi padre, con poca autoridad para lo importante, se tomaba muy en serio lo de mandar en esos asuntillos. Así que todos nos teníamos que tragar el partido del domingo o irnos a nuestras habitaciones. Menos mi hermana la mayor, rojiblanca por vía galante, los otros nos aislábamos como podíamos de semejante martirio. En mi adolescencia odié el fútbol y los domingos de anochecida triste. Después, ya de mayor, intenté reconciliarme con el deporte rey, más que nada para intentar comprender a mis novios. No lo conseguí. Nunca me interesó ver a ese grupo de hombres dar patadas al balón como si fuera lo más importante de la existencia. Dejé de odiar. Y no odio el fútbol. Ahora simplemente lo ignoro, sufro sin traumas su fealdad estética. Y sólo cuando juega el Atlético de Madrid, el equipo de mi padre, pregunto, a veces, qué ha pasado. Me gusta el Atleti porque pierde. No lo puedo evitar, siempre me pongo de parte de los perdedores, y así no hay manera de implicarse en estos deportes competitivos y vocingleros. Ahora nos toca el largo Mundial. A todas horas oiremos en las radios de los taxis, en las televisiones de los bares, en las casas de los amigos, ese runrún de los locutores grillados. Sé que tengo a la mayoría en contra. Pero yo sólo quería decir que hay otros, mujeres sobre todo, a los que no nos gusta el fútbol. Y que se nos respete, hombre. No nos iremos a la habitación, mejor a la calle deshabitada. A disfrutar de ese silencio de las tardes de fútbol.