Familia

Al dentista

Paloma Pedrero
Paloma Pedrerolarazon

Acabo de pedir hora para el dentista. Yo, como tantos españolitos, sólo pido hora cuando ya me molesta algún diente. Esta vez no me libro de la endodoncia. Ya me lo habían avisado, pero yo, como no me dolía nada, lo dejé pasar. El caso es que con urgencia tendré que sentarme en el sillón de la tortura. Es que, compañeros, pertenezco a esas generaciones que tenemos pánico al sacamuelas. A mí de pequeña cuando me dolía una muela me llevaban al odontólogo de la S. S. y me la sacaba a tirón, en un «pis-pas». Así me dejaron varios huecos que ahora han tenido que tratarme con implantes, que dicen que no es nada pero… Yo es que me pongo de los nervios con sólo pisar la consulta. Ese olor penetrante a cloroformo, esa enfermera tan simpática que te sonríe, y tú piensas: lo hace porque le doy lástima, esa espera en la sala con otros cariacontecidos que disimulan su terror. Y después entras, te sientan y te echan para atrás en el potro, te ponen el babero y te dejan tan desvalido como a una florecilla. Como no quieres hacer el ridículo intentas sonreír. Pero en ese momento, te espetan, abre la boca. Ahí se acabó todo. Ni protestar puedes. Además, tú vas con tu pequeña caries, o tu dolorcillo y ellos, después de mirarte con el espejuelo, te sacan tres o cuatro más. Que ya no sólo te duele la situación sino las cuentas. Que no es comprensible que la seguridad social no pague la boca de sus afiliados. Así están los pobres, con menos dientes que trajes de pasarela. En fin, que, digan lo que digan, ir al dentista es una experiencia canallita. Lo mejor es cuando terminas, pagas y te vas a la calle. Que placer… Si no fuera porque sueles tener la boca dormida, lo celebrarías con un bocata de jamón ibérico.