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Al final del aliento (I)

La Razón
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Al repasar los últimos años de nuestras vidas, Ernie Loquasto hizo un silencio, se miró las manos y dijo: «Se acabaron las grandes sorpresas y dudo mucho que en adelante vayan a ocurrirme cosas de las que pueda recordar algo que no sea un dolor. ¿Sabes, Al?, de las cinco cosas más importantes que me ocurrieron en los últimos años, tres fueron enfermedades. Me he ido haciendo mayor sin apenas darme cuenta y ahora resulta que tengo la misma edad que tenía el señor Pavesse cuando me dijo que odiaba la serenidad y la prudencia porque eran los síntomas inequívocos de la vejez, la evidencia de que a partir de entonces ni siquiera podría poner mucho de su parte para influir decisivamente en su propia muerte». Consideraba Ernie que su suerte estaba echada y que ni siquiera valdría la pena fijarse nuevos objetivos con la esperanza de ocupar la cabeza en algo que no fuese la recurrente idea de morir. Fue entonces cuando comprendí que Ernie Loquasto había entrado en una etapa definitiva de su vida, en esa jodida etapa en la que en un hombre la conciencia empieza a ganarle terreno a la ambición, el cambio de rasante a partir del cual lo único interesante que nos reserva la carretera es tal vez la posibilidad de tener un accidente. «Se acabaron las ilusiones y los planes, muchacho –me dijo–. Ya hace meses que no escribo una sola carta para la que espere respuesta. Anoche quemé mi agenda. Pensé que el fuego era lo único interesante que podría anotar en ella. Muchas de las cosas que me ocurrieron ya las he olvidado y las que jamás me sucedieron en realidad ya ni siquiera deseo que me ocurran. No tendría tiempo para recordarlas. A veces miro el reloj y pienso que esa misma tarde empezará para mi el día de mañana. Me pregunto cómo pudo ser que envejeciese tan pronto y por qué diablos no disfruté más a su debido tiempo, cuando era apenas un muchacho y creía que la muerte sería el resultado de una lucha tenaz, un desafío entusiasta y trepidante, como una carrera en la que la victoria la decidiese la "fotofinish"por el aliento de los caballos... Era tan feliz e imprudente, Al, muchacho, que estaba seguro de que sería el único hombre del mundo al que la vejez jamás le costaría la vida».