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Al final del aliento (II)

La Razón
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Supongo que lo que en el fondo le molestaba aquella noche a Ernie Loquasto era lo mismo que algún día me resultará a mi insoportable: que el cuerpo no nos permita hacer las cosas de las que todavía sea capaz nuestra cabeza. Su abatimiento me recuerda en cierto modo el desencanto de la escritora Kate Sinclair, resignada a que sus sueños sólo se les cumplan a los personajes de sus libros, esas criaturas que a ella le sirven para redimirse de una existencia llena de frustraciones «por culpa de haber dejado los errores de la juventud para cuando la sonrisa me arrugase los dientes». El jefe rehúye cualquier trato íntimo con las mujeres y en su relación con las chicas del Savoy su autoridad le es ahora más útil que el encanto vidrioso y persuasivo que tanto admiré en él. Que la gente le obedezca por respeto lo encuentra más odioso que si sólo le hiciesen caso por temor. Ernie Loquasto sufre porque ha llegado a una edad en la que puede evitar la furia y en cambio es incapaz de contener la orina, lo que explica que últimamente cene tan cerca del retrete. Sin duda habría preferido mantener su imagen de hombre áspero y reservado, aunque por el insondable misterio de su mirada, y por su silencio, daba a veces la sensación de ser un hombre precavido. En sus buenos tiempos, a Ernie incluso la cobardía le habría parecido más digna que la decencia. Creo que fue él quien hace muchos años me dijo una madrugada en el Savoy que en la conducta de un hombre el efecto de un remordimiento o el temor de Dios nunca han de ser más determinantes que sentir en la nuca el cañón de un revólver. Lo que contaba para él era vivir al límite del riesgo, en continua y delirante confusión, con esa sensación de trágica incertidumbre en la que sólo resultan razonables las decisiones más precipitadas. «En la vida, como en los incendios –me dijo aquella noche en el club– la reflexión y la cortesía sólo sirven para abrirle la puerta al fuego cuando las llamas disparan el timbre». Ernie iba derecho a lo que vino luego: «Ahora soy mayor, Al, y ya no puedo creer, como cuando era joven, que la muerte sólo es una señora que siempre da mal dormir y jamás se levanta al baño».