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Al límite

La Razón
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Toda actividad humana está regida por la voluntad, la cual se determina casi siempre, después de tomar una decisión, tras un periodo de una breve o extensa deliberación. El ser humano, hasta ahora no se mueve en la dimensión temporal, no puede ir o regresar al futuro, pero lo puede predecir, imaginar, y con sus decisiones determinar. Siempre se genera riesgo, azar, pero no se puede caer en la indolencia de abandonar todo a la providencia, puesto que con nuestras decisiones se puede preparar un mejor o peor futuro al margen de que haya coyunturas inevitables. El quehacer político, en general el ejercicio del poder, debería estar inspirado por el sometimiento al servicio público y dirigido a la satisfacción del interés general. Esto debería provocar que cuando se ejerce el poder, no se haga al límite, arriesgándolo todo como si de una última jugada se tratase. No se deben adoptar decisiones que tensionen el sistema, que alteren los difíciles equilibrios, que hagan que muchos se sientan excluidos. Utilizando el argot deportivo, sería como jugar siempre sobre la línea en el tenis o al borde del fuera de juego en el futbol. Sí es cierto que las pelotas que tocan la línea son válidas, pero no es menos cierto que estás obligando a los jueces a adoptar una tensión insoportable, puesto que siempre tienen que estar dilucidando si se ha o no sobrepasado la línea, o sin más ser sustituidos por el ojo de halcón. En un partido de tenis, lo normal es que más del noventa por ciento de las pelotas caiga en superficie clara de juego, y esto permite a los jueces un cierto relax, reservando su potestad de decisión para aquellas pocas jugadas dudosas. Pero si todas las pelotas fueran siempre a la línea no podrían relajarse ni un minuto, acabarían extenuados y cometerían muchos errores. Además cuando siempre se va al límite, se produce una gran tensión entre el público, puesto que se estaría discutiendo constantemente las decisiones arbitrarles, produciéndose una gran desconfianza a la vez que un cuestionamiento y deslegitimación del resultado. Esto obliga a quien ejerce el poder, del tipo que sea, legislativo, ejecutivo y también judicial, así como otros poderes de otra naturaleza, económico, medios de comunicación, a ejercitarlo dentro de los límites marcados por las reglas de juego, y además, y sobre todo consensuados. Puede ser que puntualmente se obtenga un menor rédito electoral, político, económico o profesional, pero a la larga se gana en estabilidad, credibilidad y sobre todo institucionalidad. La sociedad no se merece que se la tensione constantemente con decisiones divisorias, intestinas, que ponen constantemente en jaque el sistema y lo cuestionan todo (modelos, derechos, moral,...). Cuando ejerce el poder la excelencia, esta no se vale de los límites, al revés, los refuerza, los respeta, porque esa excelencia permite el ejercicio del poder con gran éxito, acierto y sobre todo consenso. Ni los árbitros se merecen tal grado de tensión constante, ni a una sociedad se la puede estar enfrentando de forma constante a decisiones capitales, creyéndose que el que ejerce el poder es siempre el centro sobre el que gira aquélla. El poder se adquiere para servir a la comunidad y no para servirse de la misma, sometiéndola a constantes dilemas, tal como si la vida fuera una suerte de Odisea, donde, como Ulises, debiéramos enfrentarnos a Circe, cantos de sirenas, cíclopes, cicones y lestrigones.