Chicago

Blagojevich reina sobre la corrupción en chicago

Blagojevich reina sobre la corrupción en chicago
Blagojevich reina sobre la corrupción en chicagolarazon

Al postularse para gobernador de Illinois por primera vez en 2002 tuvo dos contrincantes de nivel en las primarias demócratas. Uno era Paul Vallas, un intelectual de mentalidad reformista que había sido la elección del alcalde Richard Daley para asumir el control del problemático sistema escolar de Chicago. El otro era el ex fiscal general del Estado, Roland Burris, un conocido político afroamericano que demostró su tirón entre los votantes blancos. Cuando fui a Chicago a cubrir su debate pre-primarias, Blagojevich, un joven congresista de aspecto aniñado que había obtenido su escaño gracias a la influencia de su suegro, un relevante concejal de Chicago, era con mucho el candidato menos impresionante. Había pasado sin pena ni gloria por el Congreso y parecía estar mucho menos informado que sus rivales en los asuntos relativos a Illinois. Me incliné por despreciar sus posibilidades, pero un veterano periodista de Chicago amigo mío me dijo: «No le descartes tan pronto. Es una máquina de hacer dinero». En una visita posterior tras las primarias, que ganó Blagojevich, un asesor de la campaña de Vallas afirmó que el congresista había hundido a sus rivales con cientos de miles de dólares en anuncios emitidos en las cadenas de televisión del sur de Illinois. «Ni Vallas ni Burris lograron estar a su altura», dijo el asesor. En las elecciones generales, Blagojevich derrotó al fiscal general del Estado, Jim Ryan. Tuvo un agitado primer mandato en Springfield, donde rápidamente pasó a ser conocido como un ejecutivo ausente y donde se rumoreaba que su círculo íntimo se repartía el bacalao. Una inconveniente pelea familiar con su suegro suscitó todo tipo de dimes y diretes. Pero en 2006, el gravemente herido Partido Republicano de Illinois proporcionó otro candidato imposible de elegir y Blagojevich ganó sin despeinarse. Durante esa campaña, una audiencia con el alcalde Daley me dio información de primera mano de los problemas de Blagojevich. «Cuando salió elegido», decía Daley, «le aconsejé enderezar la política primero y preocuparse de la política después. Hizo exactamente lo contrario y, como resultado, recibió millones en las arcas de su campaña y los distritos escolares de todo Illinois se están quedando sin fondos». Durante el segundo mandato de Blagojevich, la cosa empeoró. Se vio inmerso en una amarga disputa con la dirección demócrata de la Asamblea General, en especial con el portavoz de la Cámara regional, Mike Madigan. Mientras los problemas campaban a sus anchas por doquier, era imposible aprobar cualquier presupuesto. En una visita a la Biblioteca Lincoln de Springfield, los líderes de ambos partidos me dijeron que «esto es lo peor» que habían visto nunca. Republicanos o demócratas rápidamente confesaron que sus oraciones más sentidas se encaminaban a que sucediera algo que les librara de Blagojevich. Ese algo resultó ser Patrick Fitzgerald, el implacable fiscal de Chicago, más conocido como acusación de Lewis «Scooter» Libby, el jefe del gabinete del vicepresidente Cheney. Fitzgerald empezó a estrechar el cerco a Blagojevich. Un buen número de camaradas del gobernador, incluyendo al promotor Tony Rezko, fueron procesados y condenados. Pero Blagojevich no estaba preocupado en absoluto por los riesgos y, según la acusación hecha pública el martes, vio la vacante del Senado generada por la elección de Barack Obama como una oportunidad de sacar tajada. Sin saber que Fitzgerald había obtenido la orden judicial que le permitía pinchar el teléfono de Blagojevich y poner micrófonos en su despacho, Blagojevich se regodeó durante una conversación llena de obscenidades acerca de cómo iba a utilizar el nombramiento del Senado para lucrarse él y enriquecer a su esposa, o tal vez encontrar la forma de convertirlo en un nombramiento de prestigio dentro del gabinete o una embajada. La impertinencia y la total ruindad de Blagojevich dejaron atónitos hasta a los veteranos efectivos del FBI, decía Fitzgerald, pero no sorprendieron a los habitantes de Chicago ni a los de Springfield que habían estado siguiendo la trayectoria del gobernador. La acusación criminal contra Blagojevich, secretario nominal del partido en el estado natal de Obama, supone una débil vergüenza para el presidente electo. Pero en realidad no se proyecta sobre Obama, que se ha mantenido a una distancia de seguridad de Blagojevich durante mucho tiempo. Como conciudadano de Illinois, tengo que admitir que esta manifestación reciente del Síndrome de Springfield que ha salpicado ya a cuatro gobernadores recientes es una señal de que las reformas críticas que presentó Barack Obama siendo miembro de la legislatura de Illinois no prosperaron lo bastante para sacudir la cultura de obtener favores municipales a cambio de contribuciones de campaña.