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El envite americano

La Razón
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Hacia el año 1538, el analista más frío de Florencia escribe: «Las calamidades de Italia comenzaron justo en el momento en que sus hombres se hallaban más despreocupados y felices». Así, para nosotros. Que hemos vivido, a lo largo de cuatro décadas, la juerga más apoteósica y larga de toda la historia humana. Ahora alguien –Adam Smith lo llamaría la mano invisible del mercado– pasa la cuenta. Y no es que nadie quiera pagar. Es que no hay dinero en todo el universo para pagar la mitad de lo que nos hemos pulido por adelantado en esta divertidísima francachela de casi medio siglo. Que pague el último. No hay con qué. Que apague.
Existe un precedente para esta caída en el vacío que se abre ante nosotros a partir de 2009. Sólo uno. Hay unanimidad de análisis, al menos en eso. 1929: la gran depresión. Nada, al repetirse, es, por supuesto, lo mismo. Ni siquiera hace falta haber leído a Platón para saber que lo igual se dice siempre de lo distinto. Ni mejor ni peor, distinto. Pero este «distinto» de ahora es el «igual» algorítmico de aquello cuyo paradigma fuera fijado hace, con exactitud, ochenta años.
Y aquello, 1929, no fue sólo el crack abismal de un 29 de octubre, martes negro. No sucedió en nada a lo cual podamos fingir un plazo más o menos breve; ni una salida incruenta. 1929 fue 1931: la quiebra general de los grandes bancos austriacos y alemanes, y fue el cierre masivo de centros industriales en los dos años que siguieron. 1929 fue 1933: erupción del socialismo nacionalista de Adolf Hitler, al impulso de la ebullición causada por el mayor paro obrero jamás conocido. 1929 fue 1934: la era de los catorce años de guerra civil sobre Europa; la que se abrió en Berlín, en París, en Asturias, en el norte de Italia… 1929 fue 1936: apertura final de los nueve años de guerra apocalíptica que enlazan la civil española con la mundial. Sólo en 1945 acabó 1929. Fin del ciclo de crisis. ¿Quiere alguien contabilizar bajo qué coste humano?
A ese único precedente de la gran crisis 1929-1945 habrá de enfrentarse –es su sola y casi imposible tarea– el nuevo Presidente de los Estados Unidos. Porque no hay que engañarse. En literalidad académica, la única democracia que en el mundo ha sobrevivido al negro siglo veinte ha sido la norteamericana: en lo político como en lo económico; en la primacía del ciudadano sobre el Estado, que es aquello en lo cual cifra la democracia su esencia última. Y, si sólo los Estados Unidos pudieron salvar a Europa –y, con ella, al mundo– en su hora de autodestrucción más honda, la que remata en guerra civil el ciclo 1929-1939, que a nadie se le pase siquiera por la cabeza ahora que pueda sobrevivir resto alguno de aquello que el siglo XVIII inventó con el nombre de democracia, a no ser por la supremacía militar estadounidense. Sin la intervención en Irak y Afganistán, Europa sería hoy territorio estrangulado. Lo que viene es más duro.
Eso se juega el nuevo Presidente. No es América quien tiene un pie sobre el abismo. Es el mundo. Para empezar, Europa. Que, como aquella Italia de Guicciardini, forjó su cataclismo en su más alegre juerga.