Historia

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El Estado de los demás

La Razón
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El Estado de las autonomías iba a permitir una tarea histórica, ni más ni menos que la reconciliación del ser de España con su diversidad frustrada a lo largo de una milenaria trayectoria de derechismo intransigente, desde Recaredo y don Pelayo hasta Franco, pasando por los Reyes Católicos y el duque de Lerma, el mismo que expulsó a aquellos moriscos tan multiculturales del siglo XVII. Era un proyecto muy, muy bonito, pero la ilusión duró, a decir verdad, apenas unos cuantos años. Durante ese tiempo algunos agoreros, entre los que me cuento, se empeñaron en explicar que el experimento no era viable porque al mismo tiempo que intentábamos reconciliarnos con nuestra diversidad ontológica, nos estábamos empeñando también en acabar con nuestra unidad, los consensos que la mantienen y las competencias del Estado que debería garantizar esa misma diversidad. Los agoreros hablaban entonces de un Estado anémico y sin autoridad. Pues bien, ni los sacerdotes de la diversidad ni los agoreros gruñones tenían razón. Treinta y pocos años después de iniciada la construcción del Estado autonómico, hemos entrado en una fase nueva con el nuevo modelo de financiación. Éste lo ha convertido en algo sin nombre, con un reparto de dinero sujeto a múltiples variables (crecimiento demográfico/descrecimiento demográfico, concentración de la población/dispersión de la población, prosperidad/no prosperidad), y en el que las Comunidades Autónomas, símbolo e instrumento de nuestra diversidad, deben ser financiadas por un Estado central que no tiene dinero para financiarse a sí mismo. No se trata ya de seguir repartiendo recursos escasos, sino de repartir recursos que no se tienen y que no se tendrán nunca. ¿Cómo se hace esto? Mediante el recurso a la deuda. ¿Y quién acabará pagando la deuda? Los habitantes de las Comunidades a los que ahora les está contando que van a recibir más. En algún momento esas personas tendrán que empezar a pagar lo suyo... y lo de los otros, porque todo el mundo habrá gastado con alegría a costa de un Estado que, como el infierno de Sartre, es siempre los demás.