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El líder del equipo

La Razón
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Cuando Obama afirmó en su discurso inaugural que ha comenzado una nueva era y que «los argumentos políticos desfasados que nos han consumido durante tanto tiempo ya no son válidos», sonaba a retórica vacía. Dicho eso, hay dos motivos para pensar que Obama puede estar en lo cierto al decir que su rápido ascenso del anonimato a la Presidencia podría ser muestra de un alto el fuego en el enfrentamiento hiperpartidista que ha consumido a Washington durante los 16 años de las presidencias Clinton y Bush. El país se cansó de ese incesante intercambio entre Demócratas y Republicanos. Obama, como McCain, descubrió que la audiencia quería superar las divisiones partidistas y respondió no ofreciendo las políticas demócratas estándar. Pero las credenciales más contundentes de Obama fueron su identidad personal como Hombre de Centro, fomentadas en el más diverso de todos los estados, Hawai, en el hijo de padre negro keniano y madre blanca de Kansas. Como decía en su importante discurso sobre razas el pasado marzo, «elegí presentarme porque no podemos solucionar los desafíos de nuestro tiempo a menos que lo hagamos juntos». Ese es el motivo de que haya abierto un diálogo con los legisladores republicanos y los tertulianos conservadores, aportando a Washington un estilo de discusión sociable que ejerció como profesor de Derecho en la Universidad de Chicago. El segundo motivo de que Obama pueda ver satisfecha su esperanza es generacional. Clinton y Bush fueron maldecidos por los tiempos. Alcanzaron la mayoría de edad política en los años 60 los tiempos de la revolución cultural, la revolución de la mujer, las batallas del aborto y Vietnam. Años después de finalizar la guerra, Clinton y Bush y sus detractores seguían debatiendo en sus campañas lo que habían hecho entonces. Obama se ahorra el lastre psicológico de esas batallas. De manera que cuando defiende la política fiscal o económica con contemporáneos como Eric Cantor, el delfín de la Cámara Republicana, o con Jim Cooper, un importante congresista Demócrata conservador, se pueden centrar en el asunto, sin verse obstaculizados por el bagaje emocional heredado del pasado. Eso no garantiza acuerdo, pero despeja el camino. En sus memorias, Obama cuenta la historia de una infancia ensombrecida por la búsqueda de su padre y de su propia identidad, y de cómo experimentó por primera vez la alegría de la inclusión en la cancha de baloncesto del instituto. Había «una sensación de estar juntos cuando el partido estaba reñido y se empezaba a sudar y los mejores jugadores dejaban de preocuparse por sus canastas», escribía. «Al menos en la cancha podía encontrar una comunidad incondicional». Desde entonces, ha estado buscando comunidades cada vez mayores. Ese hábito de involucrarse puede dar buenos resultados a Obama y al país.