San Sebastián

Espeluznante

La Razón
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Hay que buscar la justicia hasta en la vida familiar. Procuro ser justo con los míos, y que ellos lo sean conmigo. Huyo de las debilidades personales y las preferencias, porque crean tensiones y rencores. La ventaja que tienen mis hijos es que no van a pelearse por la herencia, por diáfana y menguada. No sufrirán sorpresas notariales cuando les sea leído mi testamento, como aquella de la rubia despampanante de Mingote. Que se hallaba el notario leyendo el testamento de un millonario ante sus herederos, todos de negro y con la expresión mustia, excepto una mujer rubia y joven, también de negro, pero sonriente y con las faldas por el ombligo. Y decía el notario: «Y a Pepita, que se casó conmigo por mi dinero, le dejo mi dinero». Lo natural y lógico. Pero ayer fui injusto. Me equivoqué. Me salen los libros por las orejas. Voy de un lado a otro de mi casa y tengo que esquivar montañas de libros que no encuentran sitio en las estanterías de mi biblioteca. Y opté por hacer tres generosos lotes para cada uno de mis hijos. No estuve acertado. Dos de los lotes eran mejores que el tercero. Y el sorteo perjudicó a quien le correspondió en suerte el lote malo. Lo que sucedió posteriormente fue terrible y humillante para un padre que, reconociendo su error, fue el hacedor de una injusticia. Me miró mi hijo, el damnificado, fijamente a los ojos, y soltó la sentencia: «Papá, pareces un miembro del Tribunal Constitucional».Jamás me habían humillado tanto. No esperaba que semejante barbaridad surgiera de la boca de uno de mis hijos. En esta vida me han llamado de todo, pero nunca algo tan grave. Todavía resuena en mis oídos. «Papá, pareces un miembro del Tribunal Constitucional». No lloré amargamente porque la tristeza hay que simularla por un principio de buena educación. Llorar en público es de actores, de folclóricas y de hermanos separados durante decenas de años que se reencuentran en un programa de televisión vespertino. Pero ante la brutalidad de la sentencia filial, reaccioné como lo hacen los hombres justos que reconocen su equivocación. Equilibré los lotes y procedí a sortearlos de nuevo. Asumí mi injusticia e intenté reparar el daño cometido. «He reparado el daño, hijo. Y eso no lo hacen los miembros del Tribunal Constitucional». Y nos dimos un abrazo. Pero la herida sigue abierta. En estos momentos, mientras escribo, una nube de dejadez y hastío nubla mi entendimiento. Cuando de joven, y por aquello del abundante acné juvenil que se manifestaba en mi rostro, un compañero de colegio me llamó «paella», no sufrí tanto como ayer. Me declaré en San Sebastián a una mujer maravillosa. Me observó con una sonrisa pintada en su rostro bellísimo. Rompió su silencio al tiempo que me daba un cachete cariñoso en el carrillo izquierdo. «¿Estás loco? ¿Cómo crees que me puedo enamorar de un tipo con esas orejas?». Creí que había experimentado el más alto sentimiento de dolor. Pero nada comparado con la observación de mi hijo, víctima de mi injusticia, mi falta de interés por ser equitativo y mi frivolidad para salir del paso lo más rápidamente posible. «Papá, pareces un miembro del Tribunal Constitucional». Sencillamente espeluznante. Mi único consuelo, mi leve alivio, es saber que he reparado la injusticia y la estupidez. Otros, no.