Historia

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Fundirse en Él

La Razón
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Anteayer, Íñigo Urkullu: «Junto a Él y con Él, fundidos en una sola persona». Pero ese «Él» no remite en Urkullu al Cristo mediador entre absoluto y hombre que cualquier ciudadano de tradición cristiana, o cualquier ciudadano que no sea analfabeto, sentirá resonar en la litúrgica fórmula. Hay fusión sólo allí donde un Absoluto absorbe en su infinitud perfecta a los precarios individuos, una vez que ha abolido, en la dual perspectiva del Dios-Hombre, el abismo del cual sabía Luis de Góngora que era el más intransitable: «¿sino porque hay distancia más inmensa / de Dios a hombre, que de hombre a muerte». Formulada de ese modo, la apuesta de infinito podrá aceptarse o no (eso se llama fe); su coherencia es, en todo caso, incuestionable: la enfermedad, la vida; la cura, ese final «fundirse en una sola persona» con Él, que, sólo una vez la muerte transitada, abre la imperfección individual al paraíso. Si Urkullu hubiera estado hablando de eso, hubiéramos podido disfrutar del más bello espectáculo: el de la alta teología. Pero no; por desgracia, el «Él» del cual Urkullu hablaba no era el del que es sin nombre, o, si así se prefiere, no el de ese cuyo nombre es «el infinito mapa de aquel que es todas sus estrellas», en hallazgo fulminante de Borges. «Él» tiene, para el fervoroso dirigente del PNV, prosaicos nombres y apellido vasco; y providente destino sobre tierra y sangre que, en el nombre de los ancestros, pastorea. «Él» es Juan José Ibarreche. Decir que preside una comunidad autónoma no es nada. Funde -y eso sí, lo es todo-, en la sagrada resonancia de su cargo, «lehendakari», el destino solar de un pueblo que lo es sólo en la oblación suprema de, al fin, poder fundirse «con» y «en» su Guía. Fundiéndose en el absoluto divino, una vez que ha transitado la enfermedad llamada vida y ha abierto, al fin, la puerta de la muerte («amo la vida, con saber que es muerte», medita Quevedo), se accede en plenitud al cuerpo místico. Que todo creyente -y cualquier hombre culto- sabe bien que no es cosa de este mundo. Fundiéndose en una sola persona bajo el nombre consagrado del Jefe, se accede a algo extremadamente material, a lo cual la historia del siglo XX cargó con la mayor infamia acumulada nunca por la, por lo demás tan versada en lo infame, especie humana. «Creo en él» -escribía Victor Klemperer en su memorable análisis de la jerga nazi- era consigna y contraseña. Inquebrantable. Daba acceso a un universo en el que toda identidad propia lo era sólo por fusión con el Guía, el «Führer», con aquel que habla -o bien, llegado el caso, se sienta en el banquillo-, no como un común hombre, eso nunca; como un pueblo; entero y perfecto en él; fundido en una voz: la suya. Puede anecdóticamente llevar el nombre austriaco del cabo Hitler. O cualquier otro. Es «Volkgeist»: espíritu encarnado de un pueblo. Buscar que se someta a ley, es tan ridículo como ordenarle a Dios Padre que recite la tabla del siete. Íñigo Urkullu. Anteayer. «Junto a Él y con Él, fundidos en una sola persona». Todos: «Ein Volk, ein Reich, ein Führer». ¿Sospechará el abismo que se abre en sus palabras?