Música
Jackson el hombre sin gravedad
El artista vivió atrapado entre la realidad y la fama de un personaje que lo devoraba: al final, venció el personaje
La muerte de Michael Jackson ha actualizado algunas ideas que Guy Debord planteara en torno al estatuto del espectáculo como elemento de fascinación, pero también como prisión. Es sintomático que, tras el anuncio de la muerte del cantante, lo primero que pasó por la cabeza del moscovita Pável Talaláyev, su doble ruso, fuera cortarse las venas. Otros intentos han tenido más éxito. «Allí donde el mundo real se transforma en meras imágenes –escribía Debord–, las meras imágenes se convierten en seres reales y en eficaces motivaciones de un comportamiento hipnótico». ¿Por qué los medios han dedicado tanta atención a la vida y la muerte de Jackson? Tal vez pueda ser una buena idea entender este interés a la luz de la metáfora del contrato del músico pop con el diablo, una idea inquietantemente desarrollada por Brian de Palma en su filme «El fantasma del paraíso». El precio del almaEl pacto que «Jacko» realizara en su versión posmoderna parece claro: sacrificar la vida real por una imagen virtual tan perfecta como para llegar a todo el mundo. Para ganarse la fascinación de un individuo que sólo se reconocía en la pasividad del espectador, el artista era consciente de que tenía que darle todo lo que era, incluso al precio de reducirse a no ser más que una proyección de su público. Sabía por la precoz experiencia de The Jackson Five que en un mundo en el que la ficción mediática se anticipa a la realidad, lo importante era ofrecer la mejor marca, la más neutra y aséptica. El movimiento de cadera de Elvis, la mala baba de Lennon, la sutileza críptica de Dylan enfrentaban a los espíritus, provocaban choques generacionales; el «chiki-chiki» de Jackson en sus espectáculos, en cambio, encandilaba a padres e hijos. Jackson fue el primer artista en sacar las consecuencias de la tesis de que lo que no existe en el espectáculo, no existe. Éste se presenta, como afirma Debord, «como una positividad indiscutible e inaccesible: lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece». Hilo musicalEn este contrato con el diablo, la ayuda de la cadena MTV fue determinante. ¿Quién no ha visto el video de «Thriller»? La estrella había renunciado a una vida corriente para convertirse en el hilo musical de una época. El público dejó de consumir la música de Michael para consumir el personaje. Hoy sabemos que también su muerte. ¿En dónde radicaba el aura de Jackson? En su absoluta falta de gravedad. Era un astronauta que siempre parecía estar flotando: sus pasos de baile, sus gestos. «Moonwalker» fue el título de un documental sobre su vida. Puede que por ello mostrara a los «fans» a su bebé por la ventana sin miedo. Quien podía vivir en «Neverland» podía tener también el poder de desafiar todo límite humano –las cicatrices de la raza, la edad, el sexo– y comportarse con la ligereza irresponsable de un dibujo animado. De un modo «natural», Jackson desarrolló una sintomática actitud con respecto a su cuerpo que brinda algunos paralelismos con ciertas «performances» del arte contemporáneo –piénsese en las operaciones de cirugía de la artista «Orlan»–. Con una diferencia: en virtud del acuerdo con su diablo, sus trece presuntas operaciones de cirugía estética no respondían al viejo deseo fáustico de la metamorfosis, el mero deseo de superar las fronteras humanas, sino a algo más banal: la obsesión de convertirse en el espejo perfecto de sus «fans». Dicen que los imitadores travestis de las folclóricas llegan a ser más reales que el original. En los últimos tiempos juraría que Jackson quería parecerse cada vez más a sus copias.Esta inmaterialidad constituye la esencia del espectáculo. Cuanto más se identificaba el espectador con la imagen de Jackson, más lograba ausentarse de su gris y pesada realidad, pero cuanto más actuaba el personaje para él, más quedaba éste aprisionado en su propio simulacro. Principios de realidadEn este acto de canibalismo mediático, su triunfo –cito a Greil Marcus en su «Rastros de carmín» (Anagrama)– «era permitir a la gente no elegir. "Thriller"imponía su propio principio de realidad, estaba allí como arte de cada viaje al trabajo, como una serenata a cada recado, como un referente a cada compra, como un hecho que formaba parte de la vida de todos. No tenía por qué gustarte. Solo tenías que reconocer esa realidad, aunque, en cierto modo, en el año de Michael Jackson, reconocerla implicase que el disco te gustaba». Con «Thriller», Jackson cobró del trato diabólico su imagen celestial y tocó el cielo del espectáculo. «Jacko» se lo creyó de veras, lo que produjo situaciones esperpénticas. En la entrega de los Brit Awards de 1996 el vocalista de la banda Pulp, Jarvis Cocker, montó un número casi «situacionista» para protestar por la actuación de Jackson. Mientras trataba de bajarse los pantalones, el ídolo, rodeado de un niño y un rabino, vestía una bata blanca y hacía poses como si fuera Jesucristo. Cocker dijo que era una protesta por la forma que Michael se veía a sí mismo: una figura parecida a Cristo con el poder de sanar. «Crossover» es la palabra con la que la industria musical define el salto de un artista de un mercado minoritario al gran público. Si uno repara en los discos de Jackson, observa su habilidad para el «pastiche». No hay palo que no haya tocado: la «disco music», el soul, el funk, el pop, el rock. Hasta coqueteó con la world music. ¿Qué fue de Kurt Cobain?Éste fue el problema: la ansiedad por convertirse en el icono capaz de responder al sueño de todos. Dicen que pasó sus últimos días trabajando obsesivamente para estar a la altura de su mito. Pero el medio había eclipsado el mensaje, su personalidad, acallado el valor de su música. Después de eso –cito a Marcus–, «la forma reemplazó al contenido […] El contenido ya no era el sonido de la música, ni la forma la manera en que la música se presentaba o funcionaba como género. El contenido era ahora la respuesta de un acontecimiento social de "Thriller"y la forma, la mecánica del acontecimiento».Cabría suponer que el sacrificio de su cuerpo, de una vida normal, era un precio barato para quien de pequeño se le había privado de lo más normal: su infancia. Pero este contrato hubiera sido impensable en otros artistas. Sin ir más lejos, éste fue, por ejemplo, el dilema desencadenante del suicidio de otro muerto ilustre, Kurt Cobain, cuyo álbum «Nevermind» marcó el hito precisamente en 1992 de desbancar al rey del pop en el número uno de las listas estadounidenses. Resulta interesante la comparación: mientras el líder de Nirvana se angustiaba por la diferencia existente entre su identidad y su imagen mediática («¿a quién quieren?»), Jackson ya había mostrado que uno podía ser indistinguible por completo de su personaje sin ningún trauma.
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