Literatura
Julien Gracq
Con casi un siglo a cuestas, la Navidad se lleva a Julien Gracq. Y puede que el barullo informativo de estos días consume el último guiño de quien se empeñó en ser un escritor secreto. Con él y con Blanchot (muerto igual de longevo e igual de reputado) se extingue un linaje de escritores: los demasiado soberbios para sentir interés por quién los lea. Gracq, que jamás autorizó edición en bolsillo de sus obras –porque el libro es un objeto noble–, fue escritor de escritores. Los más grandes del siglo veinte le rendían culto. Y lo temían. Él pulía sin prisa obras de perfección hiriente: en concepto como en forma. Los dos volúmenes de «Obras Completas», con los cuales Pléiade lo hizo inmortal en vida, son duros e intemporales. Y dolorosamente verdaderos.
El primer ejemplar de mi último libro, «Contra los políticos» –andará en librería mediado enero–, me llegó con la noticia de su muerte. En «Contra los políticos» quise hacer un elusivo homenaje a la escritura de Gracq, que sólo se explicita en una púdica nota. Pocas reflexiones me han marcado tanto como las de sus «Lettrines». Meditación cruel sobre la inconsciencia infantil, la irresponsabilidad abrumadora del intelectual moderno: aprendiz de brujo, cuyos vidrios rotos acaban por pagar siempre los que ninguna culpa tienen de su incompetencia.
Hay un pasaje de «Lettrines» que debería figurar a la puerta del infierno dantesco de los escritores. Es una nota sobre «El insurrecto», novela en la que Jules Vallès, bajo la máscara de su héroe Vingtras, narra el caos suicida al cual los «intelectuales» que acaudillan la Comuna de París han condenado a sus hombres:
«Bohemios de pluma, periodistas a destajo, semilicenciados en busca de un maestro, buena parte del mundo de las Escenas de la vida de bohemia avinagrada, que gobierna con incapacidad la Comuna entre pipas, jarras de cerveza, ovaciones, humareda y cotorreo de redacción de periodiquillo… Uno siente horror hacia esos revolucionarios de canción de borrachos a cuyo paso escupían, durante los últimos días de la semana sangrienta, los combatientes de las barricadas de Belleville. No vale la excusa de combatir del lado bueno cuando se combate con tanta ligereza. Una especie de náusea atroz nos asfixia al seguir de cerca el desbarajuste ubuesco y patético de las últimas páginas, cuando el desdichado delegado de la Comuna, especie de irresponsable de barrio, de Charlot bombero revoloteando entre estallidos de obús, vaga como un perro perdido de una barricada a otra, inepto para cualquier cosa, e implorando a la muchedumbre, furiosamente convulsa ante el matadero en que la ha metido –penosa, lamentablemente–: ¡Dejadme solo, os lo suplico! ¡Necesito soledad para pensar todo esto! En su exilio de valeroso irresponsable, cuántas noches no se habrá visto, luego, despertado por aquellas voces, se mire como se mire serias, de las gentes que van a hacerse agujerear la piel dentro de unos minutos, y que le gritan con tanta furia desde la barricada: «¿Pero dónde están las órdenes? ¿Pero cuál es el plan?».
Nadie que haya escrito en el siglo XX escapa a ese feroz remordimiento.
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