Brasil
Kaká santo y seña
El «crack» normal
La gran diferencia entre Kaká y el resto de los brasileños que en algún momento han ocupado la cúspide del fútbol mundial (e incluso algunos que moran varios escalones por debajo) es que no acumula varias generaciones de rencor social en sus genes. Los magnates de la industria del balompié de su país han dado con un genotipo recurrente que por un lado es vendible, por el atractivo canalla que siempre tienen los «enfants terribles», y por otro es útil para justificar cualquier desmán, capricho o golfada del muchacho. «Está triste porque sufrió mucho en su infancia», argumentan como si sólo en Brasil hubiera barrios marginales y la solución a la «saudade» residiera en la indisciplina porque, como es sabido, sólo en Brasil se puede salir de fiesta y sólo en Brasil hay tías buenas. Kaká es distinto. Kaká es uno de los mejores jugadores del mundo y además no prolonga sus vacaciones, ni se salta entrenamientos, ni se mueve con un séquito de desaprensivos, ni cierra discotecas para su cumpleaños, ni cambia de equipo cada dos veranos identificando la felicidad con las primas de traspaso. Kaká, al final, resultará un tipo la mar de aburrido que ni se pega con los «paparazzi» ni nada. Él no es el único mediapunta que puede compararse a Zidane en elegancia, a Laudrup en clarividencia, a Cruyff en liderazgo; simplemente es el jugador que ha hipnotizado a Italia seis años; apenas el sucesor de Pelé o Zico como portador del «10» de la selección brasileña. Pero los utilleros no tendrán que ir a despertarlo a un hotel para que no pierda el avión. Qué ordinariez y qué poco glamour.
Lucas Haurie
Otro cuentista
Había una vez un jugador brasileño que parecía no ser como los demás. No hacía la cucaracha, ni asistía a la fiesta de las camisetinhas, ni ponía voz de flauta mientras nos enseñaba la piñata, y, para colmo, ni siquiera tenía un hermano gorrón sin talento que le llevara las cosas. El jugador brasileño era educado, buen chico, creyente, discreto, y tenía todo el rato la misma mujer. Así las cosas, el presidente de un equipo importantísimo se fijó en él, pero no quiso ficharle porque pensó que ese nombre no era lo suficientemente comercial y que además, invitaría a la chufla. Pasaron unos años y aquel muchachito de enorme talento futbolístico creció, y algunos ex presidentes se dieron cuenta de que las aficiones hacen chistes pero no tan malos. El caso es que el muchacho dijo que en Milán le iban a tener para siempre, juró su amor eterno a sus colores y en ese mismo instante se acabó el cuento. Se acabó el cuento y la carroza se quitó la careta y no era más que una Ruperta. Y entonces oímos que su hermano normalmente va en el pack aunque sea un paquete, que su padre negocia como un usurero estirando al máximo el número de ceros y que en el último momento pide más,y que su fidelidad a unos colores es manifiestamente mejorable. Y ahora que está a punto de acabar el cuento podemos adelantar el final. Dirá que siempre quiso venir al Madrid, que se notaba el madridismo desde pequeñito y que ha visto cumplido su sueño. Y que el dinero no lo es todo en la vida, porque su familia está por encima de todo. Es decir: el mismo cuento chino de siempre.
María José Navarro
✕
Accede a tu cuenta para comentar