Belleza
La belleza
Cuando uno nace, mejor dicho: cuando se recupera del trauma de salir del útero hacia la luz, la belleza, subjetiva siempre, viene de los genes que hayamos heredado. Tenemos una tez u otra, los ojos negros o verdes, la nariz pequeña o ya prominente. Tenemos cierta elegancia o algo de brutalidad en los rasgos. Cuando crecemos, pero aún gozamos de juventud, la hermosura se va transformando. Cierto que la genética sigue siendo dominante, pero ya empezamos a sumar lo nuestro; el carácter empieza a hacer brillar o a sofocar las facciones y el cuerpo. Los ojos muestran curiosidad o desgana. La sensibilidad o el egoísmo marcan nuestro ser.
Es verdad que no somos dueños tampoco de nuestro carácter, pero empezamos a poder retocarlo. Comprendemos que sólo aceptando nuestra responsabilidad podremos cambiar las cosas. Y se nos abre una puerta. La que nos va a permitir burlar al destino, a esa cadena genética que nos hace repetir los errores de nuestros padres, a esa sociedad que nos hizo ricos o pobres, negros o blancos. Si somos capaces de aprovechar los «despistes de los dioses» esculpiremos nuestro verdadero ser. Iremos distanciándonos, perdonándonos, aceptándonos. Podremos reírnos de aquello que antes nos hacía sufrir de una forma colosal. Y, finalmente, una vez que logremos amarnos, podremos querer también a los otros. Como son, sin querer cambiarlos. Bien. Nuestra belleza ya no estará en lo que llegó con los genes, tampoco en la tez ni el color de los ojos, ni siquiera en la juventud que todo lo hermosea. Nuestra guapura estará adentro. Y se reflejará en una mirada bondadosa, una boca sonriente, un gesto dulce, unas manos abiertas, una voz sabia de la que salen palabras que todos desean escuchar. Eso es para mí la verdadera belleza.
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