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La carne hija del dolor

La Razón
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En un país musulmán, una mujer puede ser azotada y encarcelada por haber sido sujeto de una violación. Noticia reciente. Pero cuando yo era un chaval, en España era casi lo mismo, una exageración que formaba parte natural de nuestra vida cotidiana. Ya he contado más de una vez que a una de las empleadas de casa, siempre que el hermano la encontraba hablando con el novio formal, del que era muy amigo, le pegaba una buena zurra –«Pero ¿por qué te pega ese animal, si sabe que sois novios formales?». –«Porque así se ha hecho siempre en mi familia y en este lugar. Es la costumbre». Este lugar, era uno de la Mancha profunda, de cuyo nombre no me quiero acordar. Se lo conté a mi padre, que era un hombre justo –«¿Y quién soy yo para inmiscuirme en la vida privada y las costumbres vernáculas de una familia? No se puede intervenir, si no hay un dolo manifiesto». ¡Un dolo manifiesto! Que se le fuera la mano y la matara «por accidente».
Había padres y maridos que me parecían ogros de cuento, ogros que iban al casino y a misa, pero que trataban a zurriagazos a toda su familia, para «mantenerlos derechos», según la vecindad. La culpa no era del ogro sino de lo levantisco de sus retoños y las pocas disposiciones de su esposa para empuñar la férula. Un hombre de carácter y nada más. Como el padre de un vecino y amiguillo mío, que era un niño apesadumbrado y cabizbajo, menos cuando jugaba con una alegría de esclavo liberto. Un día, descansando, sentados en la acera después de correr, descubrí una gamba en el suelo. –«Mira ¡una gamba!» –«Pues eso es que han barrido mal los barrenderos, porque hace ya casi un mes que mi padre nos tiró la paella». –«¿Que os tiró una paella?» –«Se festejaba el santo de mamá y mi padre se enfadó con ella y dijo que quería mandarnos a todos al infierno. Mi madre le contestó llorando no sé qué cosa en voz baja y, entonces, él se enfadó mucho más y cogió la paellera, que era muy grande, como para doce personas, y se la tiró con tanta fuerza que terminó saliendo por la ventana. Tu no sabes la que se armó en la calle, cuando vieron que caían del cielo langostinos y almejas». –«¿Tu padre también le pega a tu madre?». –«Nunca cuando estamos delante. Se encierra en un cuarto con ella, le arma la bronca y escuchamos cómo ella se queja, pero luego sale diciendo que debemos hacer caso de nuestro padre, que en el fondo es muy bueno». –Pero, a vosotros, os pega de lo lindo». –«Dice que no tiene otro remedio y que también a él le duele en el alma, y por eso se emborracha a veces para darse ánimos». –«Y pegaros de nuevo».
En verdad, considero que yo he podido vivir con la mayor naturalidad en el mundo de la paliza familiar, como cualquier miembro de la sociedad indú o islámica. O incluso de la británica más tradicional. Era la época del charlestón, que bailaba desnuda Josephine Baker, pero eran muchas las chicas de mi conocimiento que habían recibido una buena paliza de su padre o su madre, por haberse cortado el pelo o la falda. –«¡Guarra! Eres la deshonra de la familia y vas pidiendo que te traten como a una cualquiera». Las chicas querían parecerse a una cualquiera, para desentonar menos de las otras, que ya lo hacían pasando por carros y carretas. Todo costaba sangre entonces. Ellas mismas lo contaban con cierto gracejo –«El día que mi padre descubrió que me había pintado los labios, me atizó un bofetón, que me derribó sobre el piano. ¡El piano! Un instrumento tan civilizado y en cuyas teclas ya se interpretaba el «Claro de luna» de Debussy. Aquel era el mayor contraste entre lo civilizado y artístico, con las sagradas costumbres vernáculas y patriarcales, a las que era imposible ponerles freno.