Novela
La mudanza
Cada año la cigüeña pone casa en el sur. Otea la ciudad, localiza las espadañas y reconstruye con ramas y barro, sin estrés. Me dijeron hace poco que cada nido puede llegar a pesar una tonelada. Lo de la serpiente es peor: lo que cambia no es el domicilio, sino la piel. Va desprendiéndose de esa suerte de plástico viejo y lo deja enganchado en los arbustos hasta salir limpia, elástica, casi húmeda de puro brillante, sin traumas. ¿Y los árboles? Parecen no tener empacho en soltar las hojas en la otoñada, oxidando la ciudad con alfombras doradas, para subirse después al carro de la primavera con un abrigo verde y radiante. Como si nada. Pues heme aquí, sintiendo que el hades se abre ante mis pies. Cajas y cajas de cartón me rodean como altas torres de espadaña inalcanzable. Donde hubo un mullido, cariñoso sillón hay una forma amorfa, revestida de mantas grises y recubierta de plástico con pompitas. Donde brilló lámpara y cálida luz hay un cable desflecado, mondo, lirondo. Donde práctica y consoladora lavadora, un hueco negro, como el diente falto de una dentadura mal cuidada ¿Busco el cepillo o un vaso? Inútil, están en una caja, vaya usted a saber cuál. Anoche renuncié al camisón y me acosté con una vieja camiseta. Las horas transcurrían lentas como una tortura y la sábana se me pegaba a los flancos, como pidiéndome la piel para renovarla. Me dieron las dos y las tres y las cuatro, como en la canción de Sabina, y apenas hilvané al alba un sueño débil y tórrido donde una ciudad de cajas marrones me hostigaba: «¡Muda la piel! ¡muda la piel!» –gritaban las mantas grises- «¡Tira las hojas, tira las hojas!»– repetían las cajas. Jesús. Desperté bañada en sudor y abrí las puertas a los mozos de la mudanza: «Saquénnos de aquí», alcancé a decirles. Me recordaron vagamente a Indiana Jones. Hay algo de conmovedor en este desvalimiento humano, tan por debajo del resto de los animales.
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