Grupos

La roñosa

La Razón
La RazónLa Razón

Siento una gran ternura y compasión por los rácanos, seres que padecen un sufrimiento hondo e incomprensible incluso en el extenso club mundial de sus iguales, roñosos, cojimancos y muditos de escote. Un roñoso compartiendo mesa y mantel con varios roñosos, en vez de sentir que hace pandilla, no reconoce a sus iguales y se fustiga preguntándose por qué en semejante círculo que rompe con las estadísticas más improbables no hay alguien convencional que se lleve la mano a la cartera, con la misma facilidad que aplaude, juega al billar o toca la guitarra.
El artista nace o se hace, pero el agarrado viene acabado desde los primeros tiempos del meconio: las matronas, los curas en el sacramento del bautismo, las primeras tatas y las nurses, los reconocen cuando apenas tienen el tamaño de una liebre. No hay que confundir al roñoso con el aprovechado ni con el largo, como los señoritos a los que se refería Garmendia en «La Taberna del Traga», quienes al pedir la cuenta, redondeaban al alza y pedían más dinero para que le fiaran un número redondo. Si la roncha eran 3.000, pedían 2.000 y así debían 5.000, medida común y española de la hidalguía: deber, por lo menos, mil duros.
Escribimos de esto, consternados por la noticia de una princesa saudí acostumbrada a hacer «simpas» en boutiques centelleantes de París, que ni siquiera tiene la decencia de los tiesos, despedidos desde el dintel de la tasca al grito de «Apúntamelo en la barra de hielo». Ésta acumula ronchas de oro, pero la plebe y los lacayos del lujo parisino todavía no saben si albergar esperanzas de cobro o hacerse a la idea que han hecho una obra de caridad para ricos. La enfermedad, una pandemia, que no distingue entre pobres y potentados. Los ataúdes, como dijo Ramón, no tienen bolsillos.