Asturias

Las reformas que avivó la llegada de Leonor

Las reformas que avivó la llegada de Leonor
Las reformas que avivó la llegada de Leonorlarazon

Madrugada del 31 de octubre de 2005. Clínica Rubber Internacional de Madrid. A la 01:46 nace, por cesárea, una niña de tres kilos y medio y 47 centímetros. Se llamará Leonor. Ella no sabe de leyes ni de Constituciones ni de Parlamentos. Pero su llegada al mundo reabre el debate sobre la reforma de nuestra Constitución. Hablamos de una Infanta con tratamiento de Alteza Real. Es la primogénita de los Príncipes de Asturias y la segunda en el orden de sucesión a la Corona Española. Claro que esto es así mientras que Leonor no tenga hermanos varones. De lo contrario, el Parlamento español debe modificar el artículo 57.1 de la Carta Magna que establece la prevalencia del hombre sobre la mujer en orden sucesorio. Y en eso estamos.
Oportunidad política
Desde aquel octubre de hace tres años, el debate sigue abierto. El mecanismo de reforma, aunque complejo, es claro y mayoritario (se requiere la aprobación de dos tercios de cada Cámara, la disolución inmediata de las Cortes, seguida de la convocatoria de elecciones, la ratificación de las nuevas Cámaras y un referéndum). Otra cosa es la voluntad política y su oportunidad. Si la Constitución se toca para modernizar la Monarquía cae el mito de la inflexibilidad textual y, entonces, algunos se preguntan cómo pararán otros cambios. Los Príncipes de Asturias quieren la reforma constitucional para que su hija pueda llegar a ser reina. El Gobierno está de acuerdo; el PSOE y la oposición, también. Pero todos sostienen que hay que afrontar el cambio sin prisas, porque el nacimiento refuerza la continuidad de la Corona como símbolo constitucional de unidad y permanencia de la nación española.
La reforma para eliminar la prevalencia machista en la sucesión a la Corona es compleja en su procedimiento, pero sencilla de materializar. Así lo cree el Consejo de Estado que, en un dictamen encargado por el Gobierno socialista en 2005, sostiene que la dsicriminación se eliminaría con la desaparición de una frase. Bastaría con suprimir la expresión «en el mismo grado del varón a la mujer» del artículo 57.1, e incluir la precisión de que esa reforma se aplicaría sólo a los sucesores de Don Felipe. Y aquí se acaba el acuerdo entre las fuerzas políticas. Las divergencias empiezan en si la reforma debe coincidir o no en el tiempo con otras para las que, en absoluto, hay consenso: la del Senado, la primacía del Derecho Comunitario, la denominación de las comunidades Autónomas, la limitación competencial...
En todos estos asuntos no hay fórmula alguna para el acuerdo. Y eso que el Consejo de Estado, a petición del Gobierno del PSOE, emitió, en febrero de 2006, un dictamen tan claro como rotundo sobre cuál debía ser el alcance y la metodología de las modificaciones que precisa nuestra ya treinteañera Carta Magna.
El informe es un relato frío e implacable de las debilidades de una Constitución que se redactó cuando el Estado de las Autonomías era aún un proyecto. El máximo órgano consultivo subraya uno tras otro los excesos, la debilidad del modelo y, quizá, la ingenuidad de un texto que se negoció con afán de concordia y reconciliación, pero que ha ido cediendo paulatinamente, con la connivencia de los diferentes Gobiernos, a la voracidad de los nacionalismos.
Lo primero que sugirió aquel dictamen que hoy duerme el sueño de los justos en algún cajón del olvido es que era preciso delimitar las facultades de titularidad estatal «para evitar disfunciones o utilizaciones abusivas». Eterno debate sobre la delegación competencial en favor de las autonomías.
Los riesgos de crisis se aproximan, decía el Consejo, cuanto más se acerca el ámbito competencial de las comunidades al máximo admitido por la Constitución. Y como esto ya ha ocurrido después de las sucesivas reformas estatutarias, la institución consultiva recomendaba cerrar las inestabilidades llevando a la Carta Magna «todo el sistema de delimitación de competencias». Desde su punto de vista, habría que reflejar en «términos muy genéricos» las competencias que en ningún caso pueden ser transferidas especificando las que se consideren «inherentes al ejercicio de la soberanía e indispensables para asegurar el correcto funcionamiento del Estado». Más claro: hay demasiados agujeros por los que la Constitución y el Estado se están vaciando de contenido y de fuerza.
Y si claras fueron sus recomendaciones para poner freno a la voracidad competencial de las autonomías, mucho más sus reflexiones sobre el Senado y su posible revisión, un asunto que todos los partidos han llevado a sus programas y nunca han cumplido. Así decía el Consejo de Estado que en su relación con el Congreso tenemos una Cámara excepcionalmente numerosa y singularmente desprovista de poder. También que debía configurarse como Cámara permanente, de tal forma que sus elecciones habrían de coincidir, no con las del Congreso, sino con las de los distintos Parlamentos autonómicos, para reforzar su necesaria «representación territorial». Sugería el máximo órgano consultivo del Estado que en cada elección se designasen seis senadores por cada comunidad, uno por provincia y otro por cada millón de habitantes hasta llegar a los 234 escaños, 25 menos de los actuales. Este modelo haría más visible el giro autonómico que debe imprimirse a la institución.
Cámara de primera lectura
Para reforzar su peso específico, la reforma debía abogar por que el Senado fuera una Cámara de primera lectura en las tramitación de leyes de «incidencia autonómica». Se trataría de que la Cámara Alta fuera la primera en establecer su criterio en asuntos como los Estatutos de Autonomía, las leyes básicas, de marco, transferencias, de financiación, de fondo de compensación interterritorial... Todas aquellas que tengan por objeto «la planificación de la actividad económica general o la efectividad del principio de solidaridad».
En su informe, el Consejo de Estado sugería también la modificación del delicado artículo 2 («La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas»). Primero para que quede indemne su primer precepto. Y segundo para que el «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones...» se modifique por la expresión «garantizar la autonomía de nacionalidades y regiones «constituidas en comunidades autónomas». Demasiados cambios para tan pocos consensos. Pasará, seguro, otro lustro y seguiremos hablando de reformas.

Artículo 57.1
La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos.