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Las vísperas de ayer (I)

La Razón
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Habían pasado veinte años desde nuestra última noche en el Savoy, y aunque ambos estábamos muy cambiados, creo que nos reconocimos de una manera instintiva, igual que un perro guiado en la oscuridad por su olfato hasta un hueso que llevase meses sin desprender olor. Jeanie Osmond se había rellenado con bótox los estragos causados en su rostro por el paso del tiempo pero la reconocí con la misma facilidad con la que un crítico literario habría adivinado un escuálido texto de Hemingway hinchado con un párrafo de Faulkner. En cambio encontré algo distinto en sus ojos. Menos vivos. Más escépticos. Hay en la mirada una edad que no se remedia con la cosmética porque responde a lo que ocurre detrás de los ojos, en la conciencia, acaso en el fondo del alma. Jeanie Osmond tenía la mirada vencida de una mujer desencantada. «Lo sé –me dijo– sé que ya no miro como entonces, Al, porque han pasado veinte años desde aquella noche y, ¿sabes?, veinte años causan en una mirada más estragos que el alcohol». Recordé aquella madrugada de tantos años antes. Jeanie todavía era más joven que cualquier espejo en el que se mirase y aunque arrastraba el desenfoque de una pequeña miopía, a mí me parecía que no había en ella un solo defecto que no fuese una cualidad o que no pareciese una interesante conquista. Recuerdo que hablamos de Marilyn Monroe y que le agradó que comparase sus miradas melancólicas y apaisadas. No le mentí. Como en el caso de Marilyn, también Jeanie Osmond veía la vida desde una mirada que parecía diezmada por una incipiente miopía tanto como por el divertido y pasajero estrago de seis martinis. También recuerdo que reímos a gusto cuando ella comentó que para mejorar su visión, un oftalmólogo amigo suyo le había recomendado que cambiase de ginebra. Era distinto ahora. La mirada disminuida de Jeanie había dejado de ser una cualidad para convertirse en una patología. Se había hecho mayor y sus ojos eran ahora dos oleosos esputos azules empantanados en un charco de piel. Nada más saludarme prendió un cigarrillo. «El humo hace que me sienta segura, como cuando me echaba el abrigo de pieles sobre los hombros para vencer el asco o el remordimiento. Aquello fue hace veinte años, Al, cuando la mitad del mar no había llegado aún a la costa y ni siquiera nosotros teníamos nuestra edad»...