Nueva York

Manhattan

La Razón
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Entre el efecto Obama y el defecto crisis, uno pensaba que lo vería todo negro en Nueva York, pero no. Blanco si acaso del frío pelón, ése que a quienes no somos de Manhattan se nos cuela en los huesos y a las que sí les resbala por la pierna; todo viento y todo carne porque aquí los leotardos no son de friolera, son de pobre.Antes, en tiempos de recesión, las mujeres se pintaban una línea en el envés de la pantorrilla para que no se les escurriera el ego cuando el dinero no llegaba para pantys. Ahora, las neoyorquinas sin un dólar pasan de dibujarse rayas más allá del ojo y se calientan las canillas en las chimeneas de vapor, que no es que salga del subsuelo en plan géiser-souvenir como creíamos algunos hasta ayer, sino que Manhattan se caldea por efluvios desde los tiempos de Watt y a veces hay fugas. Fugas de fahrenheit al rojo Bradbury que salen a borbotones de sus entrañas y que unos señores canalizan en tubos naranjas a la vuelta de la Quinta Avenida mientras los turistas toman fotos.Una ciudad rara, Nueva York, en la que nunca te queda claro si la gente trabaja de verdad hasta la madrugada o si son figurantes para que pensemos que aquí no se duerme, que aquí se viene a currar. Quizá sea que, cuando estás de visita fugaz pero con la oscura y latente intención de quedarte y no volver, calculas cómo sería convertirse en un Willy Loman más de los que aquí pululan. Un tipo con gabardina comprada en los saldos de Daffy's, un tipo que duerme en una habitación con derecho a baño y vistas al cementerio de Queens, un tipo que toma café aguado y que se ríe cuando le cuentas que su úlcera, su voz cascada y sus ojeras de Orfidal parecen salidas de una película. Como si vivir una vida de mierda en Nueva York (o no) dependiera de Woody Allen. Y qué va. Depende más de los leotardos.