Historia
Munición de boca
Si los nacionalistas se salen con la suya –que se saldrán, no lo duden; tiempo al tiempo– y las selecciones de España y Catalunya acaban enfrentadas sobre el césped, los catalanes ganarán por goleada, al menos en lo que al himno se refiere. Esa letrilla insípida que ha elegido el COE para inflamar la pasión de los atletas en vez de conducirles al combate les llevará en derechura hacia el bostezo. «Els segadors», por el contrario, es un geiser de inquina, de aliento vengativo, de patriotismo encabritado y espumeante mala leche. Es un himno sanguí- neo –por no decir sangriento– que indica al enemigo el camino hacia el infierno. Un himno, a la postre, hecho y derecho. Como «La marsellesa», por ejemplo. El deporte no es, al fin y al cabo, más que un sustitutivo de la guerra. Una especie de válvula de escape o de sofisticado ali- viadero que se da de patadas con las invocaciones a la paz, al paisajismo pastoril y a las fraternidades por decreto. O sea, lo contrario de esa papilla amodorrante de corrección política y de buenismo a es- puertas. Hagan la prueba de imaginarse a Sergio Ramos masticando las sílabas de lo de un solo corazón con distintos acentos y si no se les caen los palos del sombrajo es que tienen ustedes las misma vena lírica que el ministro Bermejo. Que ahí está el busilis, el quid de la cuestión y la madre del cordero. La lírica de un himno corre por cuenta de la orquesta y la letra contiene el componente épico. Ésa es la escritura que da fe de lo que se supone que constituye nuestra esencia. No lo que nos hermana, sino lo que nos diferencia.
Pero si pretendemos no molestar a nadie, no fanfarronear y no mear fuera de tiesto, más vale quedarnos donde estábamos, cogiditos del brazo y arrugando el ceño. Porque con esos versos de munición de boca en vez de meter miedo acabaremos dando pena.
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