Música

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Póstumo en vida

La Razón
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Pasé ayer junto a la Sociedad de Autores, viendo la cola dando la vuelta a la manzana para darle la última despedida, y me vino a la memoria un conciertillo de supervivencia en El Sol para escasos fieles en tiempos de ahogo y voz en hilo, cuando a una chica que le pedía un autógrafo le respondía: «Mira, mejor me invitas a una copa o me prestas mil duros». Y es que recordar a Antonio Vega es la historia de una larga consumición, un rito fantasmagórico salpicado de canciones para la eternidad. Lo suyo es la crónica de una muerte anunciada desde hace tanto que no deja de parecer una sorpresa cuando ha llegado la hora final. Bien mirado, llegaba a hacer de su moribundia un estilo personal, el verso construido con cenizas melancólicas en el paisaje de la destrucción. Un signo de su naturaleza extraña es que se le podían hacer homenajes con carácter póstumo cuando estaba vivo. Los elogios que se hacen a un artista cuando desaparece, a él se los dedicaban cuando todavía estaba en pie, y ahí está ese disco con acordes de obituario, «Ese chico triste y solitario», que él sobrevolaba con elegante distanciamiento y mala salud de hierro, afectado de una supervivencia no sé si del todo deseada. El espíritu que desciende a las honduras límites llega a conocer mejor los afilados ángulos de la emoción y el pasajero valor de la existencia, y en el caso de Antonio todo era un espinoso camino de logros desde la insatisfacción. Queda la sombra en el aire de «La chica de ayer» como himno de un tiempo que se va y viene, y la muerte como paradoja en un momento en el que parecía con ánimo de volver a la carretera. Uno diría que se ha liberado de la atormentada presencia física para acudir como invitado de lujo a su propio funeral, largamente anticipado.