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Reflejos del invierno

La Razón
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e Publio Cordón jamás recibió una imagen su familia. Ni una prueba de vida, como ésta que ahora exhiben las obscenas imágenes de una Ingrid Betancourt esclava hace cinco años de las bandas narco-guerrilleras que operan en la selva colombiana, con verosímil retaguardia logística en la Venezuela de Hugo Chávez. Ni siquiera ese horrible consuelo de saber que aquel a quien uno amó vive, aun si incurablemente herido y humillado, le fue concedida nunca a la familia de Cordón. Ni siquiera, una piadosa prueba de muerte por parte de sus secuestradores. Quedó su nombre sólo, como en un limbo brumoso. Y para todos, en este enfermo país nuestro, fue más cómodo olvidarlo. Tener ante los ojos, de un modo continuo, la constancia de cómo un ciudadano del país que decimos civilizado pueda volatilizarse entre las manos de un grupo terrorista tan vidrioso como el GRAPO a lo largo de ya más de doce años, sin dejar ni el más tenue rastro de una huella, no es fácil de soportar racionalmente. Ningún enigma de la España contemporánea hiere más que ése. Y Dios sabe hasta qué punto la historia reciente de España es un denso laberinto de heridas y tinieblas.

Ante los magistrados de la Audiencia Nacional, que han de juzgarlos hoy mismo, comparecen tres tristes caricaturas de lo humano. Seguirán preservando en sus memorias blindadas la verdad de cuya primordial dureza pende, desde hace más de un decenio, el último sosiego de una familia atormentada: saber qué sucedió con aquel al cual un día amaron; cuál, el destino del hombre al cual nadie puede siquiera referirse sin angustia en tiempo verbal presente ni pasado. No saber siquiera si aquel al que quisimos está muerto; y vivir obsesivamente con la angustia de más que sospecharlo: si un nombre tiene el infierno en este mundo, debe de ser ése.

Silva Sande, Llaquet y el hiperbólico «Comandante Arenas» son el último residuo de un ente loco llamado GRAPO. Al cual –con razón o no– los militantes clandestinos del ocaso del franquismo tuvimos siempre por turbia tapadera policial. No sé qué pasará por sus cabezas. Me parece imposible que no sepan –o no sospechen, al menos– cómo han sido el juguete de las fuerzas más negras: las que operan, silenciosas, en indetectables alcantarillas y de-sagües, siempre al margen de control, ley y garantía. Tal vez la religión de su secreto, la posesión litúrgica de ese misterio, por ellos tres tan sólo compartido, tenga en sus tristes mentes función de sacramento: sobre muerte y secreto forjan su religión de ese «otro mundo», poblado por «hombres nuevos», que sólo el exterminio previo del vulgar mundo existente permitirá alumbrar a sus apóstoles.

Todo es manicomial en estas dos historias. La de una esclavitud de ya cinco años en lo hondo de la selva colombiana; la de una vida o muerte, ambas negadas al hombre cuyo nombre no sabemos decir si en presente o pasado. Todo es manicomial y horrible. Tres glaciales alucinados comparecerán hoy ante la Audiencia para exhibir su vínculo sagrado: haber sido señores de la muerte. Seguir siéndolo siempre en su silencio. Soñarse, en su silencio, dioses.