Historia

Galicia

Sillón de barbero

La Razón
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Salió de la Casa Rosada con el mismo dinero que tenía al jurar la presidencia seis años antes y regresó a su vivienda de siempre, desandando con su aplomo de entonces las calmosas pisadas que le habían llevado a lo más alto en Argentina. Su carisma político había sufrido la natural erosión causada por el ejercicio del poder en un país en el que los precios se encarecían mientras los comerciantes los rotulaban en sus escaparates, pero conservaba intacto su prestigio de hombre decente. Cuando le conocí, en junio del 84 en Galicia, Raúl Alfonsín me pareció un hombre sencillo, discreto, un poco incómodo por la expectación que había despertado su visita a la aldea natal de su padre en Ribadumia. Su aspecto físico era el de un hombre común y pensé que en el caso de haberse descolgado del séquito oficial que le rodeaba, probablemente la Policía Municipal de Ribadumia le habría prohibido la entrada al acto organizado en su honor. Había allí por lo menos dos docenas de trajes más caros que el suyo y algún chófer que le superaba en empaque, entre otras razones, porque el presidente Alfonsín siempre tuvo el aspecto cotidiano y entrañable de alguien que fuese a ejercer el poder sentado en un humilde sillón de barbero. Por lo que alguien escribió a raíz de su fallecimiento, se sabe que Raúl Alfonsín no sólo no cambió de pensamiento ni de amigos mientras estuvo en el poder, sino que ni siquiera mejoró su vestuario y salió de la Casa Rosada con el mismo traje que llevaba puesto al llegar y hasta cabe pensar que el ejercicio del poder le hubiese costado dinero. Ese retrato casa con la imborrable impresión que me produjo en el 84 el trato con Raúl Alfonsín, aquel tipo afectuoso y cabal que sentó a los militares de la dictadura en el banquillo, se enfrentó al peronismo, a los sindicatos y a la Iglesia católica, fue traicionado por los suyos y después se volvió a casa por el sencillo franqueo de sus pisadas y sin llamar la atención, con su discreción tan gallega y la santa calma de alguien que sabe que en cierto modo la prolongada estancia en el poder en realidad sólo sirve para traspapelar el teléfono del sastre, para sobrecargar el obituario y para perder la vez en el barbero.