Grupos

Yo fui inspector de la SGAE

Yo fui inspector de la SGAE
Yo fui inspector de la SGAElarazon

Nada más firmar el contrato, Enrique estaba encantado con su nuevo trabajo. Un buen sueldo, horarios flexibles y nada de oficina. Como inspector de la SGAE, su cometido era recorrer bares, discotecas y conciertos para que nadie se saltara el «tarifazo». Pero, a las pocas semanas, comenzó a descubrir los quebrantos de su labor diaria: las tarifas abusivas, la hostilidad de los clientes, la presión de sus jefes para que recaudara más, más, más... Por eso, recibió como una bendición la carta de despido que aterrizó en su buzón meses después: «Prefería mil veces estar en el paro que seguir trabajando para ellos», recuerda.

 

Durante casi un año, Enrique fue uno de los reclutas de la «policía cultural» de Eduardo Bautista. La forman dos centenares de inspectores que se patean las calles a la caza de empresarios que pinchan música sin liquidar la correspondiente factura. En gran medida, ellos son los causantes de que los ingresos de la SGAE se hayan multiplicado por quince en apenas un cuarto de siglo. Y, por el camino, se han hecho un hueco en la galería de profesionales más odiados por los españoles: un cruce posmoderno entre el inspector de hacienda y el cobrador del frac.

 

De la bolera al prostíbulo

 

Los inspectores son los ojos de la SGAE en el mundo real, encargados de pasar el cazo ante cualquier uso público de canciones con derechos de autor. El año pasado, la «comunicación pública» supuso una recaudación de 75 millones, casi una cuarta parte del total. Y, para alcanzar estas cifras astronómicas, la tarea de los inspectores no se agota en los lugares obvios, como los bares o las discotecas: la normativa también afecta a bingos, boleras, sanatorios, prostíbulos, autocares, polideportivos, geriátricos, fiestas de pueblo… Un sinfín de posibilidades recopiladas en un delirante manual de 193 páginas que la entidad actualiza cada año y que se convierte en la «Biblia» de los representantes.

 

Estos profesionales trabajan a comisión hasta acumular un sueldo más que aceptable: los ingresos varían, pero rara vez bajan de los 3.000 euros mensuales. Por una parte, reciben un pequeñísimo porcentaje de los cobros a los locales de la zona que les toca «patrullar». Pero su principal incentivo son los contratos nuevos: por cada cliente que empieza a pagar, reciben una prima mucho más jugosa.

 

De ahí que sus esfuerzos se centren en detectar y empapelar a los que llevan años esquivando los pagos. La SGAE asegura que, al tratarse de una entidad privada, no puede tomarse la justicia por su mano, aunque sí presiona hasta que se sale con la suya. «Les visitas una y otra vez hasta que hablan con sus abogados y aceptan que tienen que soltar el dinero», explica otro antiguo inspector.

 

Método «antilistillos»

 

Pero siempre hay clientes que se resisten, así que la negociación se agota y se abren otras vías. En ocasiones, la SGAE recurre a una empresa de cobro de morosos para reclamar los impagos. O contrata a un detective privado que empapele al «rebelde», aunque sea colándose en bodas, bautizos y comuniones.

 

Pero, en muchos casos, el propio inspector asume el protagonismo de todo el proceso. Acumula pruebas contra el demandado, prepara informes, declara ante el juez... «Durante una época, iba a los juzgados varias veces por semana para testificar», recuerda un veterano ex empleado de Eduardo Bautista que tampoco quiere decir su nombre

 

En este sector, las triquiñuelas abundan. Por ejemplo, muchos hosteleros se niegan a pagar por la tasa por su televisor con la excusa de que sólo lo encienden para ver el fútbol. Pero los inspectores tienen un método infalible para cazar a los «listillos».

 

-¿Pone usted la Liga?

 

-Sí.

 

-¿Y la Champions?

 

-También.

 

-Pues entonces sonará el himno, que está protegido por derechos de autor... Aquí tiene la factura.

 

Poco a poco, los representantes acumulan truquitos más propios de Anacleto que de una entidad de tanto renombre para sacar adelante su trabajo. Así, aprenden a infiltrarse con la misma soltura en un hospital geriátrico, en un «after» de pastilleros o en una sauna gay. O persiguen autocares escolares para tomar fotos de su televisión y la matrícula y así pasarles la cuenta correspondiente. «Estas triquiñielas son la única forma de cumplir los objetivos que nos fijan», confiesan los inspectores.

 

En ocasiones, los dueños de los bares tratan de aligerar la factura con unas copas gratis y otros beneficios en especie. Pero no es lo más habitual: dado el notorio celo recaudatorio de la entidad, la bienvenida suele ser de todo menos calurosa. Así, abundan las historias de terror sobre amenazas con bates de béisbol, huidas bajo una lluvia de botellas o peroratas repletas de insultos… «Es muy desagradable: lo más suave que te dicen es "ya estáis aquí los ladrones de la SGAE"», dice Enrique. «Imagina hacer una inspección en una discoteca llena de matones a las tres de la mañana: eso no se paga con dinero», explica otro inspector.

 

Una y otra vez, los representantes mascullan esta misma frase. Al cabo de un tiempo, el sueldo deja de compensar los sinsabores del trabajo. Los horarios son intempestivos y las jornadas pueden alargarse hasta el infinito. Los menos afortunados son los inspectores de zonas rurales, que se pegan auténticas panzadas al volante. «Una madrugada, me hice más de 300 kilómetros al volante de discoteca en discoteca», recuerda Enrique.

 

Pegados al volante

 

Además, la mayoría de los representantes ejercen como trabajadores autónomos. Así, afrontan en solitario cualquier imprevisto y, además, tienen que pagar los gastos de su bolsillo. «Una noche me tocó conducir 150 kilómetros, ida y vuelta, y todo para recaudar quince euros de un concierto. Con eso no me pago ni la gasolina, pero este trabajo es así».

 

Y a todo esto se une la desagradable labor de recaudar unas cantidades que, en su opinión, exceden lo razonable. Más de una vez, los propios inspectores asesoran a los dueños sobre cómo limar unos cuantos euros a sus facturas. Unos metros cuadrados menos por aquí, unas horas menos de apertura por allá... y el lastre de la SGAE se reduce significativamente. «Sabes que vas a cobrar menos comisión, pero lo haces porque muchos pequeños empresarios no se lo pueden permitir», reconoce un joven ex inspector.

 

Así, el conflicto está larvado desde el comienzo. En un bando está una entidad obsesionada con aumentar la recaudación. En el otro, unos clientes hartos de pagar facturas cada vez más abultadas. Y, en tierra de nadie, los inspectores. ¿A alguien le sorprende la elevada tasa de rotación de este colectivo? «Al principio, me creía el discurso de que hacíamos todo por los artistas», explica Enrique. «Luego, me di cuenta de que lo único que importaba era el dinero... Por eso me alegro de no formar parte ya de ese tinglado».