Internacional
En la guerra, todos los republicanos con Trump
Los conservadores respaldan sin fisuras al presidente de Estados Unidos en un escenario de creciente polarización que favorece sus expectativas para la reelección
Donald Trump acelera en su oposición frontal a las actividades de los comités que preparan el posible «impeachment». No sólo por una cuestión de fondo. Más allá de negar las acusaciones, las denuncias por sus conversaciones y andanzas con el Gobierno ucraniano, palpita un asunto de fondo. Un aspecto capital para entender el juego de dimes, denuncias, ruedas de prensa y tuits airados de estos días: su electorado está radical, casi numantinamente en contra del proceso político. En una proporción que alcanza cifras de 8 e incluso de 9 a 1. Son números por completo opuestos a los de los simpatizantes demócratas, que aprueban las gestiones del «impeachment» de forma arrolladora.
El resultado de todo esto no puede sino favorecer las tácticas frentistas de un político con los instintos pulidos para moverse al borde del desfiladero. Justo donde la oposición, y no pocos de los congresistas y senadores republicanos, patinan. Toda vez que los gurús demoscópicos certifican en el Despacho Oval que no hay como la huida hacia adelante y el boicot a las peticiones del legislativo, el presidente tiene pista libre para acelerar en su carrera cotidiana de insultos, cortes de manga, escritos hiperventilados y acusaciones a discreción. Esta semana, en los jardines de la Casa Blanca, dijo que estaban pateando el culo a sus enemigos. De paso añadió que la presidenta del Congreso, Nancy Pelosi, Adam Schiff, presidente del Comité de Inteligencia, y por supuesto el agente de los servicios secretos que dio la voz de alarma respecto a su conversación con Zelensky. El tipo de expresiones, de tono y lenguaje que en otros tiempos hubieran parecido un ejercicio suicida, una afrenta a todos los códigos tradicionales del diálogo bipartidista, y que en su caso alimentan las expectativas de triunfo.
A nadie puede sorprenderle entonces que los republicanos votaran como un solo hombre la pasada semana, cuando el Congreso decidía sobre las condiciones que han de regir las pesquisas sobre el «impeachment». Daba igual que los congresistas republicanos hubieran dedicado las últimas semanas a exigir vistas públicas, que reclamaran las transcripciones de los interrogatorios ya realizados o que pidieran que los comparecientes puedan recibir algún tipo de apoyo legal durante las vistas. ¿Y quién podría afear que gente como el ex consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, o ayer mismo el jefe de gabinete interino, Mick Mulvaney, no acudiesen a testificar al Congreso? ¿Quién en su partido, a un año de unas elecciones que pueden fundir a los candidatos en los distritos más comprometidos, discutirá las incomparecencias de los testigos y la ofensiva más o menos soterrada contra el proceso?
Daba bastante igual que Trump, preguntado por los reporteros, haya asegurado que le «encantaría» que Mulvaney fuera al Capitolio pero que, lástima, mejor que se abstenga para no dar «credibilidad a una caza de brujas corrupta». Sí, sin duda, le encantaría que «Mick subiera», sí, «con franqueza», pero la mera colaboración arroja sombras contra su persona y, francamente, mejor la guerra.
En este contexto, casi en este ecosistema de absoluta polarización, resultan bastante naturales las llamadas para desvelar la identidad del confidente anónimo. Cuyo estatus está protegido por una ley que trata de ofrecer un paraguas legal a los funcionarios públicos que denuncien prácticas nepotistas, casos de corrupción, afrentas a la ley desde el sistema. Más y más republicanos, empezando por el propio Trump, exigen conocer su nombre. Algunos, que supuestamente ya lo conocen, amenazan con ir más lejos. Es el caso del senador Rand Paul, rival de Trump hace tres años y hoy por los mítines de «Keep America Great» sugiriendo que alguien tiene que hacerlo y que está dispuesto a dar el paso si nadie se atreve.
El recrudecimiento de la batalla y el triunfo de la política espectáculo ganan enteros gracias a la caída en las encuestas del candidato demócrata moderado, Joe Biden. Especialmente en Iowa, donde hay primarias a la vista, en apenas tres meses, y donde el vicepresidente con Barack Obama apenas ocupa ya la cuarta plaza. Cierto que en otros estados clave, y en especial en los seis que podrían definir las elecciones, Biden mantiene su ventaja, y que todas las encuestas a nivel nacional lo sitúan, de momento, por delante de Trump y, también, por encima de Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Pero así como estos últimos han fortalecido sus números en las últimas semanas y, de paso, incrementado de forma exponencial el dinero recaudado, la campaña de Biden parece avanzar con la lengua fuera, incapaz de enjuagar las crecientes necesidades económicas de una carrera larguísima. Obligada a abrir la puerta a las donaciones del gran capital.
Nada favorecerá más a los intereses de Trump que un rival digamos radicalizado, lejos del «mainstream» demócrata, de los consensos y pactos acuñados durante décadas, asomado al pseudomarxismo cultural y los departamentos de humanidades envenenados de estructuralismo, palabrería francesa y ensoñaciones posmodernas. Y nada acerca más a los demócratas a ese horizonte que una batalla por el «impeachment» a cara de perro. Con Trump en el papel que más agradece. Convertido en héroe sitiado, resistente impertérrito y bulldozer acorazado que avanza imparable en un 2020 que empieza a vislumbrarse como en 2016.
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