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Nueva York anticipa otro 11-S

La “ciudad que nunca duerme” empieza a encerrarse mientras las autoridades creen que el confinamiento traerá la ruina económica

Nueva York enfrenta un segundo cataclismo. El anterior, hace casi 20 años, tuvo lugar un 11 de septiembre de 2001. Los ataques terroristas cruzaron la ciudad a sangre y fuego, vaciaron sus calles durante semanas y provocaron una profunda crisis económica. Pero el coronavirus es un enemigo distinto. Mucho más insidioso y retorcido. De momento hay ya 15.000 casos en la ciudad, 25.665 en todo el estado.

Y aunque los restaurantes y los bares, los colegios y los teatros, los museos y los auditorios permanecen cerrados, la gente sigue acudiendo a su trabajo, los parques están abiertos, el transporte público funciona 24 horas al día, 7 días a la semana.

El confinamiento, de hecho, no se ha activado con el rigor de muchos países europeos, y aunque las calles de la ciudad están mucho más vacías de lo habitual la actividad está muy lejos de haberse paralizado. Molestos por la aparente frivolidad de muchos neoyorquinos, que no parecen tomarse demasiado en serio las órdenes para evitar las reuniones de más de diez individuos, el gobernador y el alcalde han ordenado ya a la policía que se encargue de implementar sus órdenes.

Hay 3.324 pacientes hospitalizados, de los 756 están ingresados en las unidades de cuidados intensivos. Los hospitales del estado han recibido la orden de ampliar su capacidad en más de 50%. No en vano se estima que Nueva York podría necesitar hasta 140.000 camas hospitalarias. El gobernador Cuomo, que no ceja en sus denuncias por lo que considera la inanición cuasi criminal del gobierno federal, ha vuelto a reclamar respiradores. Miles y miles de respiradores.

Una emergencia médica de proporciones bíblicas a la que hay que sumar la ruina de muchos negocios. De hecho hay que quien estima que al menos uno de cada tres restaurantes no podrá reabrir cuando todo termine. En el caso de los vendedores de comida ambulantes, otro de los grandes negocios neoyorquinos, las pérdidas de ingresos sobrepasan ya el 80%.

Una situación insostenible que la ciudad prometió resolver mediante ayudas. Pero los trámites burocráticos son tan intrincados que según denuncian concejales como Margaret Chin, la mayoría de los negocios morirá antes de ver un sólo dólar del ayuntamiento. Si raro es contemplar los neones de Broadway apagados más extravagante y siniestro aún es la estampa fantasmal de unas calles en las que ya nunca más haya vendedores de perritos calientes, tacos y kebabs.