Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (XI): Tierra firme
Los hospitales asustan. Unos lugares macabros donde el personal sanitario, superado, trata a los enfermos como si fueran radioactivos
El Empire State Building, que levantaron en 11 meses de transportar hierros al rojo y jugar timbas sobre el Hudson, símbolo de resiliencia en tiempos de depresión económica, ilumina la Quinta avenida como un cíclope sobre el vacío tenebroso. Lo han vestido de rojo y blanco, en honor a los servicios de emergencia. A los del New York Post no les gusta. Cualquier cosa que recuerda la gravedad del embolado les parece antipatriota. El presidente, entre tanto, advierte de que nos aproximamos a las horas más oscuras y las horas, urticantes, caen como pétalos negros sobre las UCIs, las urgencias, las ambulancias, el barco hospital de la marina, atracado en los muelles de Brooklyn, y las horas caen como balas sobre las calles del Upper West en cuarentena, sobre los restaurantes de Park Slope cerrados, los teatros de Broadway oscuros, los bares del Village silenciados, el metro a medio gas, los parques vacíos y los hogares, cientos de miles de hogares, donde la gente mata y muere por otro golpe de aire. Yo mismo, que parece que mejoro, que creo o sospecho que voy sorteando lo peor de la infección pulmonar, todavía tengo momentos, pocos ya, en los que me falta el oxígeno y respirar duele. Y los hospitales asustan. Parecen la sala de espera de Dante. Unos lugares macabros, leproserías, donde el personal sanitario, superado por la magnitud del desastre, trata a los enfermos como si fueran radioactivos y emplea protocolos dignos del ébola. Un médico, el otro día, contaba en el New York Times que la situación de los enfermos le recuerda a la de los presos en régimen de aislamiento en una cárcel de máxima seguridad.
La gente muere sola. Los fiambres se acumulan en las morgues. Los operarios tienen que sacarlos en camiones frigoríficos para hacer sitio. Hay camiones de esos aparcados en la trasera del hospital Bellevue. Los modelos matemáticos otean entre 100.000 y 240.000 muertos. Los diagramas, como el vaso de las esferas de Hermann Broch, parecen decididos a acogernos de un puntapié y fundirnos luego con el infinito. El departamento de salud de Nueva York informa por vez primera de los barrios de Nueva York más afectados. Algunos de los peores son Elmhurst y Kew Gardens Hills en Queens, Central Harlem en Manhattan, East New York, Borough Park y Midwood en Brooklyn, y el South Bronx, Norwood y Gun Hill, en el Bronx. O sea, barrios como gran afluencia de inmigrantes de primera generación, con varias familias hacinadas en una sola vivienda, generalmente dependientes de trabajos presenciales, empleados de supermercados, cocineros (los restaurantes siguen enviando pedidos a domicilio), etc. En el caso de Borough Hill y Midwood hablamos de un vecindario con gran presencia de judíos ortodoxos, donde los vínculos comunitarios son tradicionalmente estrechos y las familias numerosas. Otros, como East New York o el South Bronx, se cuentan entre los más pobres, con una renta per cápita por unidad familiar varias veces por debajo de la media. Uno de los problemas más acuciantes es la imposibilidad de mantener la cuarentena en unas casas demasiado pequeñas, y en las que todos los miembros de la familia acaban por contagiarse. Por contra allí donde la gente vive sola, o en viviendas con suficientes metros cuadrados, y donde puede permitirse el teletrabajo, el crecimiento de la enfermedad parece contenido.
Como explica Katie Honan en el Wall Street Journal, «Norwood y Gun Hill en el Bronx tienen 638 casos» mientras que en el bajo Manhattan, «cerca del World Trade Center», apenas « 24 personas fueron evaluadas y seis dieron positivo». «En Battery Park City hay 16 casos positivos» y «en Long Island City, Queens, que cuenta con más apartamentos de alta gama recientemente construidos, sólo 13». Dos artículos, uno de Gideon Lichfield, editor de la revista del MIT, y otro en Stat, terminan por arreglarme el día. El primero pronostica un mundo donde la normalidad ha sido abolida y el riesgo de pandemias entroniza el uso del big data para discriminar a los ciudadanos. Peor todavía, en ausencia de vacuna, que tardará en llegar no menos de año y medio, el alejamiento y el cierre de escuelas deberá producirse dos de cada tres meses. En State, Marc Lipsitch, profesor de epidemiología y director del Centro de Dinámica de Enfermedades Transmisibles de Harvard, y Yonatan Grad, profesor asistente de inmunología y enfermedades infecciosas, escriben que «A pesar de la saturación en los hospitales y unidades de cuidados intensivos que hemos observado en muchos países debemos pensar con claridad y comprender que superar la primera fase de esta pandemia solo nos lleva a la balsa salvavidas, no a tierra firme».
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