Covid-19

La biopolítica que viene: los límites de la vigilancia

Los régimenes autoritarios y las autodenominadas democracias iliberales aprovechan la pandemia para realizar un uso masivo de los datos que amenaza las libertades individuales

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Que la respuesta al coronavirus debe aprovechar la revolución tecnológica y de las telecomunicaciones resulta evidente. Es esencial conocer, con la mayor precisión posible, la ubicación de un posible brote. A falta de vacunas y tratamientos habrá que aislar a los enfermos cuanto antes. Evitar la propagación del virus antes de que sea incontenible. Está en juego la vida de millones. Pero también la reapertura económica.

Normal que haya miedo al uso de determinadas herramientas, a la erosión de derechos. Algunos gobiernos, empezando por el de autocracias como China, o por regímenes tan iliberales como el ruso, podrían usar el Big Data para controlar a sus ciudadanos. En cuanto a los Estados de Derecho homologados, como España, bastaría recordar que con la excusa de combatir el desánimo y la propagación de mentiras hay partidos de gobierno que alientan a denunciar tuits sospechosos y redes sociales patrulladas por teóricos cazadores de supuestas noticias “fake”.

En EE UU los gigantes tecnológicos, alentados por la Casa Blanca, trabajan sobre montañas de datos acumulados durante años. La idea central pasa por ayudar a explicar mejor las vías de la enfermedad, los movimientos de los posibles infectados. Determinar mejor los puntos calientes, e intervenir a tiempo. El coronavirus mata de forma directa. Pero no menos letales son sus efectos indirectos.

Los hospitales saturados, los laboratorios incapaces de responder a la demanda de tests, los médicos sin protecciones de ningún tipo. De ahí la importancia de hacer mapas del huracán antes de nuevos rebrotes.

Casey Newton, en The Verge, escribe que los informes de movilidad comunitaria «utilizan datos de personas que han optado por almacenar su historial de ubicaciones con Google para ayudar a ilustrar el grado en que las personas se adhieren a las instrucciones del Gobierno para refugiarse en el lugar y, cuando sea posible, trabajar desde casa».

También destaca que el propio Google, a través de un comunicado, insiste en que «A medida que las comunidades globales responden a la pandemia de Covid-19, ha habido un énfasis creciente en las estrategias de salud pública, como las medidas de distanciamiento social, para reducir la velocidad de transmisión. En Google Maps, utilizamos datos agregados y anónimos que muestran cuán transitados están ciertos tipos de lugares, lo que ayuda a identificar cuándo una empresa local tiende a estar más concurrida. Hemos escuchado de los funcionarios de salud pública que este mismo tipo de datos agregados y anónimos podría ser útiles».

Por supuesto el espejo en el que Occidente se mirá está en Asia, donde distintos países han logrado contener la expansión de la enfermedad apoyados por el control de la población. Algo obviamente mucho más sencillo de lograr en lugares tan orwellianos como la China contemporánea, con cientos de millones de cámaras de reconocimiento facial. Claro que el paradigma del éxito, por vías democráticas, parece ser el de Corea del Sur, que logró aplastar la célebre y siniestra curva sin necesidad de un cierre total, sin encerrrar a toda la población ni provocar la ruina de miles de empresas. ¿Cómo?

Según escribió el analista Tae Hoon Kim en el Guardian, fueron decisivas las «pruebas, rastreo y tratamiento» de los datos, así como la experiencia y el recuerdo de epidemias anteriores, como la gripe aviar. Pero todavía más importante sería que Corea del Sur cuenta con un sistema eficiente y bien financiado de prestación de servicios públicos. «Sin esta infraestructura de línea de base», escribió Tae Hoon Kim «la política de prueba, rastreo y tratamiento no podría haberse sostenido o ampliado en la medida en que lo haya hecho. Del mismo modo, el liderazgo efectivo no puede lograr mucho si carece de un sistema de servicio público bien engrasado».

Con todo resulta inevitable reflexionar sobre la falta de tradición democrática en lugares como Hong Kong, o en las corrientes colectivistas que rigen la tradición cultural e histórica de naciones como Japón, donde parece bastante más sencillo solicitar sacrificios en nombre del bien común. Basta con recordar Fukushima. Así las cosas era inevitable que filósofos como Slavoj Žižek, que publicó Pan(dem)ic!, Covid-19 shakes the world, y Giorgio Agamben, en una serie de artículos, adviertan contra un futuro distópico. Pero hay distancias. Así, Žižek, tan dramático y ruidoso como acostumbra, pronostica el final del capitalismo y la necesidad de elegir entre alguna reinvención del comunismo o la pura barbarie.

Agamben, que estuvo inmenso cuando en la línea de ciertos corresponsales de televisión en Italia calificó al Covid-19 de una especie de gripe, alerta del peligro de que la sociedad, atemorizada por la pandemia, acepte cualquier clase de cortapisas a las libertades y/o que la biopolítica sirva como infalible coartada para reventar desde dentro el estado de Derecho.

El 26 de febrero, en la revista Quodlibet, denunció «la tendencia a utilizar un estado de excepción como paradigma normal para el gobierno. El decreto legislativo aprobado inmediatamente por el gobierno “por razones de higiene y seguridad pública” en realidad produce una auténtica militarización (...) que permitirá extender rápidamente el estado de excepción a todas las regiones, ya que es casi imposible que otros casos de este tipo no aparezcan en otro lugar».

Algo similar, por cierto, sucedió tras los atentados del 11-S y la crisis económica de 2008. Hubo filósofos, economistas y politólogos que que escribieron del fin de la globalización y la democracia al tiempo que anunciaban severas restricciones en las libertades. El tiempo se ocupó de mitigar muchas de sus amenazas.