Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (XXVII): Una resaca de muertos
Los campus universitarios son campos de minas para la libertad de expresión. Ocultamos el dolor, la suciedad. Bueno sería que con la pandemia recuperemos las coordenadas de un debate racional
En un tiempo muy lejano, en una exótica galaxia, una adolescente nórdica alertaba de que estábamos a tres minutos del soponcio climático. Exageraba, pero tampoco le faltaban razones. Ensuciamos y consumimos muy por encima de las posibilidades de unos recursos finitos. Pero sobraba el uso de proclamas cuchipandis, la intoxicación demagógica, la retórica infantilizada, la visión/versión milenarista y esa cosita repugnante que tanto me recordaba, no bien abría la boca, a mi profesora de antropología durante la carrera, que preguntaba en los exámenes qué tenían oh las tribus de cazadores-recolectores que los hipertecnificados, globalizados urbanitas echamos en falta.
Yo, que de las praderas sé poco, le respondía que ni idea. Aunque me jugaba el folio a que ellos habrían querido disfrutar de calefacción centralizada, navegación por satélite, frigoríficos, botas impermeables, vacunas, pasta de dientes y pediatras. Muchas lunas más tarde, en el país de los 766.212 infectados y los 41.000 muertes, los adultos asumen problemas reales. La Asociación Americana de Análisis Clínicos, que representa a decenas de miles de especialistas y técnicos de laboratorio, ha enviado una carta a la Casa Blanca. La firma su presidenta, Carmen Wiley. Exhorta al gobierno a que les proporcione medios críticos. «En este momento», dice, «la barrera más grande para las pruebas no es la capacidad, sino el acceso a suministros vitales». La carta estaba dirigida a la doctora Deborah Birx, que coordina el equipo científico que asesora al gobierno en su lucha contra el coronavirus.
«A menos que que se resuelvan estos problemas de la cadena de suministro, los laboratorios de la nación permanecerán bloqueados en sus intentos de maximizar su capacidad de prueba». También necesitan equipos de protección, «batas, máscaras, guantes y protectores faciales», vitales para «garantizar la seguridad» de los técnicos. También leo que en equipo internacional genetistas trabaja ya para determinar si las variaciones genéticas podrían predeterminar la reacción del sistema inmune y, por tanto, explicar por qué algunos pacientes pasan el COVID-19 sin enterarse, otros presentan síntomas más o menos leves, otros más necesitan ser hospitalizados y algunos mueren.
La clase de interrogantes y problemas que interesan a los adultos. Bueno sería que con la pandemia recuperemos al menos las coordenadas de un debate racional, alérgico a los barrocos extremismos que hacen que los charlatanes se levanten cada día con la misión de explicarnos que el mundo va mal y libramos una guerra entre el bien y el mal, el blanco y el negro que es, más bien, la infantil ofensiva del eructo, la estafa, la exageración huracanada y la hipérbole con pintas frente a la ponderación, que detestan por aproximada y carca. Estas y otras reflexiones llevaron al columnista del New York Times, David Brooks, ha sentenciar que la era de los mimos ha terminado.
La sobreprotección de los jóvenes, los progenitores que tiemblan (temblamos) si el niño bosteza o llora, habríamos colaborado a criar una generación de polluelos atemorizados. «Las consecuencias han sido desastrosas», escribe, «Este impulso sobreprotector no protege a las personas del miedo; de hecho provoca que no estén preparados para lidiar con el miedo que inevitablemente llega. Las tasas de suicidio han aumentado, las tasas de depresión se han disparado, especialmente para las niñas». Los campus universitarios son ahora campos de minas para la libertad de expresión. Ocultamos el dolor, la suciedad, la muerte.
Los hospitales rebosan cadáveres pero los patrulleros de la moral sostienen que los periódicos no están para hacerles fotos y publicar su triste destino. En nombre del respeto a las creencias privadas tampoco nos está dado señalar las contradicciones del argumento ajeno; ni siquiera cuando pretende involucrarse en el gobierno de la sociedad e influir en la vida de todos. Por si fuera poco, escribe Brooks, «un número asombroso de visitas al médico ahora termina con una receta para un medicamento contra la ansiedad, como Xanax o Valium».
Acaso la última frontera, la última baliza del esfuerzo, fueron las facultades de ciencias, de las que salieron los médicos. De ahí que todavía sean capaces de trabajar en unos hospitales donde la gente agoniza sin escuchar ovaciones ni recibir el consuelo o las caricias de sus familias. La borrachera de puerilidad se remedio con una resaca de muertos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar