Relevo en la Casa Blanca
Joe Biden, el sanador en jefe de EE UU
El nuevo presidente de EE UU hereda un país dividido y conmocionado por el asalto al Capitolio por simpatizantes de Trump
El ex vicepresidente y “amigo” de Barack Obama (2009-2017), Joe Biden, recurrió a su experiencia y moderación para imponerse al populismo del presidente de EE UU., Donald Trump, en unas elecciones condicionadas por la pandemia de la covid-19 y la mayor crisis económica en décadas.
Biden tendrá que compaginar, además, su labor de comandante en jefe de las fuerzas armadas con la de “sanador en jefe” dado que hereda un país resquebrajado tras el violento asalto al Capitolio de una turba de seguidores de Trump.
Hace un año, su campaña titubeaba al borde del abismo después de perder estrepitosamente en las primeras citas electorales de Iowa y Nuevo Hampshire.
Sin embargo, resurgió de las cenizas y arrasó en el llamado “supermartes” en marzo en los estados del sur, donde aglutinó el respaldo de la comunidad afroamericana para catapultarse como candidato demócrata y finalmente arrebatar la Presidencia a Trump.
“Hace solo unos días la prensa y los tertulianos declararon esta campaña muerta (...) Estamos creando una campaña que puede unir al partido y batir a Donald Trump”, exclamó a finales de marzo un eufórico Biden en un mitin en una cancha de baloncesto de Baldwin Hills, uno de los barrios más peligrosos de Los Ángeles.
Ocho meses después, cumplió lo prometido.
Biden, de 77 años, esgrime con insistencia sus ocho años al lado de su “amigo” Obama en la Casa Blanca, como la guinda a una dilatada trayectoria política en el Senado de EE UU (1973-2009).
Suele recordar, además, sus orígenes humildes en Scranton (Pensilvania) -su padre era vendedor de automóviles- en pleno corazón del cinturón industrial, que en 2016 dio la espalda a los demócratas y se decantó por Trump por poco más de 40.000 votos.
Con ello apeló a dos sectores demográficos que serían claves en las elecciones de 2020: la comunidad afroamericana y los votantes blancos de clase trabajadora, cuya confluencia permitió las holgadas victorias del demócrata Obama en 2008 y 2012.
A ello se suma su histórica selección de Kamala Harris, senadora por California, como su compañera de fórmula presidencial.
Harris, de 55 años, es la primera mujer afroamericana y de ascendencia asiática en ser propuesta para la Vicepresidencia por uno de los dos grandes partidos, y con la que Biden buscó aportar energía a su imagen de curtido y veterano político.
Lejos del izquierdismo de Sanders
En las primarias progresistas, el aspirante presidencial demócrata tuvo que hacer frente a un adversario interno insospechado hace apenas una década: el fulgurante ascenso del ala más izquierdista dentro del partido encarnada por el senador Bernie Sanders, que le acusaba de carecer de la valentía para enfrentarse a los poderes establecidos, como el financiero de Wall Street, y de no querer llevar a cabo los cambios estructurales que requiere el país.
La congresista Alexandria Ocasio-Cortez, una de las estrellas progresistas en ascenso y que hizo campaña por Sanders, aunque ahora lo hace por Biden, ha reconocido la creciente grieta abierta entre los demócratas al asegurar que “en cualquier otro país sería impensable” que ambos estuvieran “en el mismo partido político”.
El nuevo presidente, por su parte, se encargó de reforzar su imagen de pragmático moderado, en contraste con la ambiciosa propuesta de Sanders de implementar un sistema de sanidad universal en EE UU, dio marcha atrás a propuestas como prohibir la fracturación hidráulica (“fracking”) y fue acomodando sus posturas al sector más tradicional de su partido.
Precisamente, Sanders y Ocasio-Cortez, que han reconocido sus notables diferencias con Biden, acabaron por prestarle su apoyo en la campaña porque, según han reconocido, lo principal era sacar a Trump de la Casa Blanca.
El carisma es otro de sus puntos fuertes, algo que demuestra en sus cálidas y espontáneas interacciones con los ciudadanos, pero la inusual situación derivada de la pandemia del coronavirus supone un obstáculo.
Biden, que fijó su centro de operaciones en su casa de Wilmington (Delaware), localidad en la que reside, debido a la covid-19 pasó de desarrollar una campaña totalmente virtual a otra en la que el público asiste a sus mítines dentro de sus vehículos, como en los autocines.
Pese a las limitaciones que eso representa, su propósito ha sido marcar diferencias entre una campaña y la de Trump, que lleva a cabo mítines multitudinarios, al aire libre pero sin respetar las distancias de seguridad ni la obligatoriedad del uso de mascarillas.
Paradójicamente, gracias a su menor exposición pública, ha podido controlar una de sus principales marcas de la casa: sus frecuentes meteduras de pata verbales.
“Soy una máquina de pifias. Pero, por Dios, qué cosa maravillosa comparada con un tipo que no puede decir la verdad”, ironizó a finales del pasado año al compararse con Trump.
Una de las noches de campaña de las primarias llegó a confundir antes de empezar a hablar a su mujer, Jill Biden, y a su hermana, Valerie Biden.
Pero también ha estado en la vanguardia de su partido y ha espoleado cambios que ahora lo enorgullecen: en 2012 afirmó que se encontraba “absolutamente cómodo” con el matrimonio homosexual, lo que forzó a Obama a acelerar su apoyo explícito a esas uniones y contribuyó a su legalización final por parte del Tribunal Supremo en 2015.
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