Los Windsor
Felipe de Edimburgo y la reina Isabel II: La extraña pareja
Distante en sus gustos, casi antagónica en sus personalidades y, a pesar de todo, ha conservado un vínculo afectuoso que no solo puede explicarse por el deber que les impone el trono
¿Qué mantiene un matrimonio unido durante 73 años? Puede que el amor, sí, sobre todo en sus comienzos, aunque es una cualidad que suele resistir mal las humillaciones, las infidelidades y el paso del tiempo. El de Felipe de Edimburgo e Isabel II ha superado todas esas pruebas con el estoicismo que se espera de las cabezas coronadas. Una pareja extraña la suya, distante en sus gustos, casi antagónica en sus personalidades y, a pesar de todo, ha conservado un vínculo afectuoso que no solo puede explicarse por el deber que les impone el trono.
La biógrafa real Ingrid Seward, autora de “My Husband and I: The Inside Story Of 70 Years Of Royal Marriage”, sostiene que la reina continúa viendo en Felipe al apuesto oficial de la Marina que la escribía cartas abriéndole su corazón mientras servía en un buque durante la Segunda Guerra Mundial; a quien la ayudó a superar una timidez inadmisible para una reina; al seductor que aún hoy le hace ruborizar cuando alaba con una sonrisa lo bien que le sienta alguno de sus vestidos; y al marido que le habla con la sinceridad que necesita una soberana siendo al mismo tiempo el más leal de sus colaboradores.
Su concepto de la masculinidad tardó años en adaptarse al papel de discreto consorte. Tras su boda, en 1947, siendo Isabel todavía la heredera del trono, en el hogar de los Edimburgo, como entonces se los conocía, solo reinaba él: el padre, el marido, el militar entregado a su brillante carrera. Fueron los años más felices de la pareja. Hasta que la coronación de su esposa, en 1952, provocó en el duque de Edimburgo una crisis de identidad que afectó profundamente a la relación.
El triste abandono de la Marina
Fue un trago muy doloroso tener que abandonar la Marina, pero lo fue aún más que Isabel, presionada por el primer ministro Winston Churchill, eligiera reinar con el apellido Windsor en vez de Mountbatten, el que había adoptado su esposo. “No soy más que una maldita ameba, el único hombre en el país que no puede dar sus apellidos a sus hijos”, llegó a reconocer en público.
“Felipe tuvo que controlar su fuerte naturaleza competitiva para ser capaz de caminar dos pasos por detrás de su mujer —explica Seward en su biografía—. Podría haber sido un rol imposible para un hombre de su temperamento: brillante, enérgico, obstinado y obsesionado con su imagen masculina. La reina, sin embargo, comprendió instintivamente lo que necesitaba y siempre trató de asegurarse de que se sintiera dueño de su propio hogar”.
Vida a parte
No bastó. Lo que Felipe necesitaba era otra vida e intentó tenerla al margen del entorno castrante de palacio. En 1956, emprendió un viaje en solitario que le mantuvo alejado de Londres durante cinco meses. Fue en esa época cuando comenzaron los rumores sobre su afición por la vida nocturna y las amantes esporádicas. Un documental producido por la cadena de televisión Channel 5 hace cuatro años aireaba a través de testigos sus correrías por clubes de striptease del Soho londinense en compañía de amigos como los actores Peter Ustinov y David Niven. Entre sus compañeras de cama, la investigación mencionaba a Daphne du Maurier, cuyo marido trabajaba en la oficina del duque; a Hélène Cordet, madre de uno de sus ahijados; a Pat Kirkwood, una estrella de musical de los años 60; a las actrices Zsa Zsa Gabor y Patricia Hodge, y a Penny Romsey, una joven lady que conoció cuando él tenía 55 años y ella, 22, y con la que al parecer estableció un vínculo más íntimo que el que se encuentra entre las sábanas.
Según el documental, Isabel conoció sus correrías y le dejó hacer. Tal vez para compensarle por lo que su posición le había quitado. Tal vez como su mayor demostración de amor. Durante décadas vivieron en dos universos paralelos que apenas coincidían en las reuniones familiares y en los actos oficiales. Cuando a Isabel no le ocupaban sus deberes, se dedicaba a sus caballos y sus perros, al crucigrama del Daily Telegraph y a ver la tele después de la cena. Él prefería el polo, salir a navegar o de caza.
Al menos, con el tiempo, su vida de pareja se volvió apacible. Los años atemperan el carácter y los apetitos, y eso propició una nueva complicidad, poco efusiva, más bien distante, pero cariñosa y divertida. El humor es el único rasgo de personalidad que comparten. “El escaso sentido del ridículo de Felipe le ha llevado alguna vez a realizar comentarios arriesgados en reuniones o actos para intentar animar las cosas, obtener una reacción o porque está aburrido —sostiene Seward en su libro—. Pero la principal razón de sus meteduras de pata es menos conocida: simplemente quiere sacarle una sonrisa a la reina”. Eso es lo que ella ahora más desea, que le siga haciendo reír algunos años más.
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