Duque de Edimburgo

Adiós al Duque de Edimburgo, el príncipe que dio 73 años de máxima estabilidad a la corona británica

Felipe fallece a la edad de 99 años, por el deterioro de su frágil salud. Cumplió con el difícil papel de consorte real

El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, ha fallecido hoy a los 99 años.. REUTERS/Hannah McKay/File Photo
El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, ha fallecido hoy a los 99 años.. REUTERS/Hannah McKay/File PhotoHannah Mckay

Aquel 20 de noviembre de 1947, el día en el que Felipe de Mountbatten se casó con Isabel, el padre de la novia, el rey Jorge VI, comentó en la intimidad a uno de sus amigos: «Me pregunto si sabe realmente dónde se está metiendo. Un día Lilibet (así llamaba a su hija) será reina y él será consorte. Y eso es más difícil que ser rey, pero creo que es el hombre adecuado para ello». No se equivocó. El duque de Edimburgo falleció ayer a los 99 años tras una larga vida dedicada a ser el mejor apoyo para Isabel II. «Mi primer, segundo y definitivo empleo es estar siempre junto a la reina», llegó a decir en alguna ocasión.

El Palacio de Buckingham anunció ayer la noticia vía comunicado oficial donde expresaba el «profundo pesar» de la soberana (94 años) al perder «a su amado esposo». El príncipe Felipe falleció «pacíficamente» el viernes por la mañana en el Castillo de Windsor, donde se había trasladado junto con la monarca al inicio de la pandemia para estar más aislados. El próximo mes de junio habría cumplido 100 años. Llevaba retirado de la vida pública desde agosto de 2017.

El duque recibió el alta el pasado 16 de marzo tras haber estado un mes ingresado para tratar una infección y someterse a una operación de un problema cardiaco preexistente. Desde Buckingham aseguraron entonces que se encontraba perfectamente. Aunque, debido a su avanzada edad, la noticia de su fallecimiento tampoco pilló ayer por sorpresa.

Felipe de Mountbatten, conde de Merioneth y barón de Greenwich, llegó a ser el consorte más longevo en la historia de la monarquía británica. El camino no siempre fue fácil. En Palacio, tuvo que convivir durante mucho tiempo con comentarios malicioso a sus espaldas. Él era enérgico, trabajador y lleno de ideas sobre cómo modernizar la monarquía. Pero en los comienzos le dejaron de lado, apodándole «el intruso» y tratándole como el forastero que siempre fue.

Sin raíces

Al fin y al cabo, no era realmente británico. Nació en la mesa de la cocina de la casa familiar de Corfú el 10 de junio de 1921, como príncipe de Grecia y Dinamarca. Tras cuatro niñas, fue el esperado varón que ansiaba su padre, el príncipe Andrés de Grecia, y su madre, la princesa Alice de Battenberg. Al año siguiente, la familia se vio obligada a huir tras la fuerte derrota de los griegos a manos de los turcos. El exilio le dejó sin raíces. Su madre ingresó en un centro psiquiátrico y su padre se perdió en el juego. El joven Felipe fue puesto bajo la tutela de su tío Jorge, el marqués de Milford Haven. Los que le conocían aseguran que siempre se sintió huérfano. Y aquello le marcó el carácter: reservado y poco afectivo. Las bromas que siempre hacía, por tanto, puede que fueran un mero escudo.

La presentación oficial con Isabel fue en julio de 1939. Él tenía 18 años. Ella, 13 y todavía la llamaban Lilibet. Los Reyes llegaron al puerto en el yate real Victoria & Albert y Felipe fue el encargado de escoltar a las dos princesas. Tras la cena, su tío, que estuvo presente en la velada, escribió en su diario: «Volvió para tomar el té y tuvo mucho éxito con las niñas». No podía imaginarse cuánto. Isabel y Felipe se casaron en 1947 en la Abadía de Westminster. Aquel año, adquirió la nacionalidad británica renunciado a sus títulos griegos. En palabras de Winston Churchill, el enlace proporcionó el «primer toque de color» al Reino Unido después de seis oscuros años de guerra.

En la boda hubo algunas ausencias notables. Ninguna de sus hermanas, casadas con príncipes alemanes, recibió invitación. Pero para compensar, su madre les escribió una carta de 22 páginas con todo lujo de detalles. Casi exactamente un año después del enlace, el 14 de noviembre de 1948, nacía su primer hijo, el príncipe Carlos. En 1950, nació la princesa Ana; en 1960, el príncipe Andrés; y en 1964, el príncipe Eduardo. Según sus allegados, aquellos años fueron «los más felices». Él estaba dedicado a su carrera naval e Isabel se comportaba como cualquier otra mujer de un oficial de la marina. Hacían picnic los fines de semana y quedaban con amigos. Sin embargo, todo cambió en 1952, con la muerte de Jorge VI. Estaban de gira oficial en Kenia y Felipe fue el encargado de comunicar a su esposa la triste noticia. Cuando su avión aterrizó de regreso en Londres, la escena quedó para la posteridad: Isabel, vestida de negro, bajó las escaleras donde la estaba esperando Churchill y Felipe se quedó detrás de la puerta hasta que ella puso pie en suelo británico. Había cambiado todo.

«La condenada ameba»

Isabel se convertía en reina. Pero ¿él? No tenía ningún papel constitucional más que Consejero Privado. No podía ver documentos estatales y aunque era miembro de la Cámara de los Lores, nunca habló en ella. Ni siquiera podía dar a sus hijos su propio apellido. Le dolió especialmente que su amada, presionada por la corte y por Churchill, se negara a renunciar al Windsor que había exhibido su familia desde 1917 en favor del Mountbatten.

Aquello le llevó a decir que se sentía como una «condenada ameba». Tal vez fue ése el comienzo de una crisis matrimonial que alcanzó su punto culminante entre octubre de 1956 y febrero de 1957, cuando el duque de Edimburgo emprendió un largo viaje en solitario y empezaron a proliferar los rumores sobre infidelidades. Pero nunca fueron a más. Nada parecido a la turbulenta historia de Carlos y Lady Di. Tras la sonada separación de su primogénito con Diana, Felipe se intercambió unas cartas con su nuera que ella tachó como «brutales» por sus frases tan directas. Pero su círculo más cercano asegura que tan sólo quería ayudar. Esa quizá fue siempre su intención: ayudar pero sin interponerse al mismo tiempo en el camino de los miembros de la familia real.

En cuanto a su personalidad, mientras unos destacan su capacidad de gestión, organización y su amabilidad, otros aluden a su severidad señalando que jamás elogió a nadie cuando hacía algo bien, pues consideraba que sólo cumplía con su deber. Llegó a estar involucrado con más de 800 organizaciones benéficas. Ahora las biografías le describen como el pilar fundamental para la soberana, un soplo de aire fresco que, en medio de recepciones y actos oficiales, lograba sacarle una sonrisa con sus ocurrencias.

Isabel II nunca ha sido una persona que exprese sus sentimientos en público, pero durante su aniversario de bodas de oro hizo una excepción. En 1997, ante los 300 invitados que acudieron al almuerzo en Banqueting House, dio las gracias a su marido: «No acepta fácilmente elogios, pero ha sido mi apoyo durante todos estos años. Yo, toda su familia, este y muchos otros países le debemos una deuda mayor de lo que jamás reclamaría». Si por algo debe ser recordado el duque de Edimburgo es por esas palabras. Durante toda su vida, desempeñó la difícil tarea de ser consorte real aportando a la monarquía británica uno de los periodos de máxima estabilidad. Tal y como dijo en su día Sir Martin Charteris, uno de los asesores de Palacio, «su contribución está subestimada. Pero creo que la historia lo juzgará bien».