Testimonio

«Mis hijos me preguntan: ¿qué le hemos hecho a Putin?»

Apenas quedan lugares seguros, de ahí que ya sean 2 millones los ucranianos que han huido. Olena, profesora, narra su odisea

Refugiados ucranianos cruzando Moldavia a través de la frontera sur
Refugiados ucranianos cruzando Moldavia a través de la frontera surCiro FuscoAgencia EFE

La voz de Olena suena totalmente aliviada. «Hola amigos, acabamos de pasar la frontera con Polonia y esta noche por fin puedo dormir tranquila», explica esta ucraniana profesora de español en un vídeo que envía a sus personas cercanas. El viaje ha sido una pesadilla y en su conversación con LA RAZÓN la palabra «miedo» es la que más se repite.Cuando estalló la guerra huyó de Kiev a una aldea donde tiene su casa de veraneo, pero los bombardeos incesantes la llevaron a salir definitivamente del país porque su principal objetivo es «salvarle la vida» a sus hijos.

«Qué necesita ese hombre [Vladimir Putin] y por qué nos hace la guerra», preguntan los pequeños desde que se inició el conflicto. Por la noche no duermen bien, explica Olena, «necesitan abrazarme todo el rato» aunque por el día juegan y se olvidan un poco. Eso sí, como suene el más mínimo ruido nadie se libra del susto. Esta familia de cuatro miembros, contando con el marido, ha vivido una odisea para poder salir del país, pero como tantos al cruzar la frontera han podido sonreír por primera vez en días.

El sábado 26, dos días después de la invasión rusa, comenzó la travesía. «Yo quería permanecer en Kiev todo el tiempo», reconoce, pero el ruido de las explosiones se le hizo insoportable. Todavía incrédula dice que nunca pensó que los tanques rusos pudieran asediar la ciudad y que, en ese momento, tomó la decisión de huir de allí con su familia aunque sus padres se han quedado en casa sin poder hacer nada. «Desde el principio yo estaba segurísima de que los militares en la frontera no permitirían que se acercaran muy cerca de la capital».

Refugiados
RefugiadosJosé Luis Montoro

Así que cuando escuchó en las noticias que habían tomado la central nuclear abandonada de Chernóbil no podía creerlo. «Habíamos ido al sótano de una escuela y a las cuatro y veinte nos despertamos con una explosión muy fuerte. Fue un misil que cayó en una casa muy cercana de mi barrio. Empecé a leer y tuve mucho miedo. Dije que ya necesitaba salir de la ciudad porque yo tengo dos hijos pequeños y tengo que salvarles la vida a cualquier precio», relata Olena en un perfecto español.

El trayecto inicial fue «muy largo y muy complicado psicológicamente», cuenta. Solo había una carretera abierta y la sensación de huida lo hacía todo mucho más agónico. En la aldea parecía que reinaba la calma. No había ruidos ni alarmas, aunque cualquier sonido del fuego de la chimenea más alto que otro les ponía los pelos de punta. Allí solo hay una tienda donde los primeros días compraron harina, espaguetis, galletas y sobrevivían con agua y unos huevos que le trajo la vecina. «Aquí, si pasa una moto nos escondemos en casa, si vemos una luz ahora que anocheció, nos tiramos al suelo porque puede ser un vehículo enemigo», explicó la ucraniana los primeros días de estar en esa casita. Ya entonces y todavía hoy tiene muy claro quién es el «enemigo», una palabra que usa constantemente para referirse al Ejército ruso.

La segunda noche todo empezó a cambiar. De nuevo bombardeos, ruidos, fuego y el cielo de colores. Otra vez carreras al refugio de alguna vecina. «Empecé a buscar voluntarios para salir», detalla. Esos días también envió vídeos pero nada que ver con la pequeña sonrisa de ayer porque entonces las lágrimas y la desesperación invadía su rostro. «Nosotros teníamos nuestro país, nuestra vida. Esto es una locura».

Emprendió el camino hacia otro lugar de Europa el lunes a las nueve de la mañana y en un trayecto que normalmente duraría unas seis horas, según cuenta, tardó más de trece. Los nombres de las calles y las señales, referencias para un mapa, han desaparecido. Los propios ucranianos han borrado las huellas del urbanismo que son, confiando en su memoria, como arma contra el ejército invasor que no conoce sus calles. Por eso, la familia de Olena tenía que recurrir a sus recuerdos para ir atravesando territorios. Esto, sumado a todos los «check points» en los que tuvo que enseñar el pasaporte porque «los nuestros» están ahí para que «el enemigo» no pase.

Y, por si fuera poco, tratando de evitar las ciudades donde los misiles son mucho más frecuentes. Pasadas las tres de la mañana ella, su marido y sus dos pequeños llegaron a Polonia donde otra profesora de español que conoció hace poco la acogerá de momento. Todavía se pregunta «de qué la quieren proteger los rusos» para haber organizado esta masacre.