Testigo directo
Bombardeos, música clásica y vida subterránea en Jarkiv
Cuatro voluntarios de la ONG del chef español José Andrés resultan heridos en un ataque con misiles rusos
Las calles de Jarkiv retumban cada poco por la artillería y los cohetes rusos explotando a lo lejos. La ciudad ucraniana está vacía, los comercios tapiados con maderas y cerrados. El poco tráfico de esta otrora bulliciosa localidad al noroeste del país ya no respeta señales, semáforos o límites de velocidad. Las bombas rusas pueden caer en cualquier momento o punto de la ciudad. Tanto contra objetivos militares como civiles.
Sólo en los últimos tres días los bombardeos contra varias zonas residenciales y un centro comercial han causado al menos diecisiete muertos y más de sesenta heridos. Uno de ellos se produjo en las inmediaciones del restaurante donde World Central Kitchen, la ONG del chef español José Andrés, preparaba comida para los residentes más desfavorecidos. “Esta es la realidad aquí: cocinar es un acto de valentía”, asegura el director ejecutivo de la organización, Nate Mook, a través de las redes sociales. “¡Todos son héroes de la cocina! Me alivia saber que, de momento, sólo hemos tenido cuatro heridos. Rezo por ellos”, indica José Andrés respondiéndole.
Jarkiv es la segunda ciudad más grande de Ucrania y tan sólo está a una veintena de kilómetros de la frontera rusa. Fuentes del Gobierno local consultadas por LA RAZÓN aseguran que, durante los próximos días, “aumentará el número de bombardeos ordenados por el Kremlin y diseñados para intimidar y aterrorizar a la población” que se ha quedado en la región donde, desde que empezó el conflicto el 24 de febrero, “503 civiles, entre ellos 24 niños, han perdido la vida”, según el gobernador, Oleg Sinegubov.
En la plaza central de Maidan Konstytutsii, justo al lado de la espectacular Catedral de la Anunciación, varios operarios trabajan con una grúa para cubrir el monumento Ucrania Volando, el cual celebra la independencia del país, con sacos de arena blancos y troncos de árboles recién cortados. Los restaurantes y tiendas de lujo de la zona están hechos añicos con los escaparates rotos y los productos que han sobrevivido esparcidos por todas partes.
Uno de los muchos edificios residenciales destruidos en la cercana avenida Moskovs’kyi, la cual cruza el centro urbano, tiene la fachada agujereada como un queso gruyer y las paredes con aspecto de tener cáncer terminal de piel. La destrucción en el interior es total. Sin embargo, de repente, de su patio privado lleno de montañas de escombros se escucha a un pianista interpretando la melodía de la Sonata Número 14 de Ludwig Van Beethoven.
El músico se llama Iósif y está tocando su piano marrón antes de que se lo lleven “para ponerlo a buen recaudo”, explica. Lo ha perdido todo menos su instrumento. Es un momento tan horroroso como extrañamente bello porque los pocos espectadores presentes -varios residentes y una pequeña dotación de bomberos que los acompañan para que puedan rescatar lo que sea posible de sus apartamentos-, son testigos de cómo la música, durante unos minutos, hace olvidar y vence a la monstruosidad que les rodea.
“No hay nada tan bonito como la música”, dice tras tocar una nueva tonada haciendo que el sonido producido por sus manos moviéndose por las teclas rivalice con el horror de la guerra. Cuando acaba de tocar Iósif mira hacia el cielo y los pocos espectadores aplauden y lo felicitan por el inolvidable momento que les ha regalado.
La vida se traslada bajo tierra
A pocos metros de las viviendas y comercios bombardeados se encuentra una de las bocas de metro de la estación de Maidan Konstytutsii. Dos civiles con aspecto de no haber dormido durante semanas fuman nerviosamente. Ésta y las demás estaciones de la ciudad se han convertido en la casa de más de un millar de civiles que no han querido abandonar la metrópoli. “Eso es lo que Putin quiere, yo no me marcho”, comenta Katryna, una de las residentes del vagón número tres.
En ambas direcciones los trenes estacionados han sido divididos por compartimentos y ocupados por los desahuciados. “Ahora esta es mi casa”, explica mostrando en la penumbra un saco de dormir junto a varias bolsas con comida y ropa. La división entre los que lo ocupan se realiza con cortinas que les devuelven un poco de la intimidad que la guerra les ha robado. Junto a la casa improvisada de Katryna, una anciana duerme cubierta con mantas y dos niños están sentados inmóviles.
Ellos y los demás menores que viven aquí son los autores de los dibujos colgados en la pared de la estación junto a una cocina improvisada para alimentar a todos los que siguen capeando el temporal de metralla que, unos metros arriba y por encima de la tierra, se cierne sobre sus cabezas. Las obras son un reflejo de sus miedos y esperanzas: aviones soltando bombas, cuerpos ensangrentados, palomas de la paz, banderas de Ucrania y casas bajo soles sonrientes.
“En esta estación hay unas 200 personas”, cuenta Andrei, el médico que se ocupa de todos los residentes. En su teléfono muestra unas imágenes espeluznantes de las operaciones que llevó a cabo en uno de los vagones tras los primeros bombardeos y “sólo con anestesia local. Muchos llevamos aquí más de 45 días y no sabemos cuándo vamos a salir. La situación cada vez es peor, pero resistiremos”, concluye.
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