Opinión

El «experimento» Milei se mide en las urnas

Hoy se celebran elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires, la más importante del país, en un ambiente de tensión que ha ido creciendo

Javier Milei, presidente de Argentina
Javier Milei, presidente de ArgentinaAlberto R. RoldánLa Razón

Argentina nunca ha sido un país para gobiernos previsibles. Pero esta vez se superó: eligió como presidente a un «rockstar» anarco-libertario, un hombre que citaba a los economistas de la escuela austriaca con la misma pasión con la que gritaba en un recital de heavy metal. Javier Milei llegó al poder prometiendo dinamitar la casta, dolarizar la economía y refundar la república. Casi 21 meses después, enfrenta su primer test electoral decisivo en la provincia de Buenos Aires, y lo hace atrapado en un laberinto que desnuda las contradicciones de su propio experimento.

La provincia de Buenos Aires no es cualquier lugar: concentra casi el 40% del padrón argentino, con 17,5 millones de habitantes. La comparación ayuda a dimensionarlo: sería como si votaran juntos Madrid, Cataluña y Andalucía, un bloque de más de veinte millones de personas. Con una diferencia crucial: en España ese peso está repartido entre tres territorios; en Argentina, en cambio, toda esa fuerza electoral se concentra en una sola provincia. Perder allí equivale a perder el relato nacional.

El desafío para Milei es mayúsculo. Llegó como campeón de las finanzas, un cruzado contra el gasto y la manipulación monetaria. Hoy lo acusan de volteretas cambiarias, de intervenir el mercado para frenar el dólar con recetas clásicas, y de improvisar más que cualquier tecnócrata a los que despreciaba. Sus opositores se relamen: el libertario que se presentaba como el paladín de la coherencia, ya se parece demasiado al político tradicional.

El analista político argentino Carlos Pagni lo describe con bisturí: Milei está tachando a mano alzada el manual que lo llevó al poder. Otro eximio periodista, Joaquín Morales Solá, advierte de que la credibilidad, palabra mágica de la economía, se evapora cada día un poco más. Sin anestesia, a estas horas muchos resaltan que el propio Milei confesó estar «empatado» en Buenos Aires, como si por primera vez no dominara su propia narrativa. La elección que se celebra hoy se convierte así en un plebiscito no declarado. Axel Kicillof, gobernador peronista y exministro de Cristina Kirchner, juega a demostrar que el kirchnerismo aún respira en su bastión más preciado. Para Milei, en cambio, perder sería devastador: no lo sacará de la Casa Rosada, pero podría dejar al rockstar libertario no como un mesías sino como un humano. Se juega la validación del método, la «motosierra» como símbolo, incluso cuando la inflación tampoco esta domada.

El miedo del Gobierno es doble: no sólo perder votos, sino que no haya votantes. En toda Argentina, la participación se desplomó hasta niveles inéditos, por debajo del 60%. En la provincia más populosa, eso significa que pesan más los «aparatos» municipales, el ejército de remises, colectivos y clientelas que garantizan el peronismo en las urnas. La apatía, la confusión y la violencia política son un cóctel letal.

Milei lo sabe y por eso transformó su cierre de campaña en una cruzada casi religiosa contra la abstención. «Si vos no vas a votar, ellos ganan. Por cada bonaerense honesto que no vaya a votar, votan los ñoquis, hasta los presos», lanzó entre gritos y escoltas. La retórica era la misma que lo catapultó a la presidencia: apocalíptica, visceral, de guerra santa contra el kirchnerismo.

Pero ahora se juega en el barro electoral. Los datos son demoledores: en comicios previos, hasta un 30% del padrón se quedó en su casa. Entre los más jóvenes, un 40% confiesa no estar interesado en votar. Y el 50% dice no saber exactamente qué se elige. El clima electoral también se ha vuelto crecientemente violento. Esta semana, durante una entrevista en París con Pierre Sarkozy –hijo del expresidente francés– Milei afirmó que «el peronismo quiere matarme» y pidió clavar «el último clavo en el ataúd del kirchnerismo». La retórica de exterminio político ya no sorprende, pero lo que empieza a inquietar es su correlato en las calles: cuatro actos de La Libertad Avanza terminaron en insultos, empujones y pedradas contra la comitiva presidencial.

El presidente había prometido moderar el lenguaje, pero volvió a llamar a Axel Kicillof «enano soviético». Argentina convierte así la campaña electoral en un ring. La otra mirada está puesta en Wall Street. Los ADR argentinos subieron un 5% en la víspera, como si los inversores hubieran decidido apostar a la ruleta bonaerense. Para ellos no se trata sólo del «riesgo Kuka», es decir, la amenaza del kirchnerismo duro. También pesa el «riesgo Karina»: las denuncias de coimas contra la hermana presidencial, la mujer más poderosa del entorno de Milei, capaz de dinamitar la confianza interna y externa con un simple rumor. El cálculo es frío: si Milei pierde por menos de cinco puntos, será celebrado como un triunfo en los mercados. Si la brecha se agranda, los bonos caerán aún más y las acciones seguirán desplomándose. El país ya arrastra un Merval que retrocede 30% en el año y un riesgo país que roza los 900 puntos. En esa montaña rusa, un empate técnico se convierte en un bálsamo inesperado donde una paridad puede remontarse en octubre, en la elección nacional.

Argentina ha puesto al mando a un hombre que prometió ser un terremoto antisistema. Su éxito o fracaso no se mide sólo en números, sino en la capacidad de sostener una revolución contra todos con las herramientas de siempre. Buenos Aires, con sus rascacielos y sus villas miseria, es el espejo donde ese «rockstar» impredecible se mira. Mientras, los argentinos muestran signos de fatiga. La pregunta, a fin de cuentas, es brutal: ¿era Milei un campeón de las finanzas o apenas un campeón del relato? La respuesta se jugará hoy. No será un tecnicismo económico, sino un capítulo más en el gran experimento que mantiene a Argentina, una vez más, al borde del abismo y de la fascinación. Será, como resume Eduardo Feinmann -el Carlos Alsina argentino- el momento de «escuchar el viento»: comprobar si la sociedad argentina sigue tolerando el grito, o si la delicada situación económica ya dejó de convencer.