
Opinión
Peligro autocrático en El Salvador
Lo que acaba de ocurrir en el país salvadoreño atenta directamente contra la necesaria alternabilidad en el poder, propia y natural de las democracias representativas e institucionales

No solo Díaz-Canel, Maduro y Ortega encarnan modelos de autocracias en América Latina. El 31 de julio de 2025, la Asamblea Legislativa de El Salvador, dominada por el partido Nuevas Ideas del presidente Nayib Bukele, aprobó una reforma que elimina el límite de mandatos presidenciales (reelección indefinida), extiende los mandatos de cinco a seis años, suprime la segunda vuelta electoral -adjudicando la presidencia por mayoría simple-y acelera el fin del mandato actual al 1 de junio de 2027 (en lugar de 2029), para sincronizar los comicios presidenciales con los legislativos y municipales. Lo que acaba de ocurrir en el país salvadoreño atenta directamente contra la necesaria alternabilidad en el poder, propia y natural de las democracias representativas e institucionales.
El Latinobarómetro 2024 revela un creciente desgaste en la democracia latinoamericana. Aunque el 52 % de la población aún apoya este sistema, un 65 % se muestra insatisfecho con su funcionamiento. La confianza en las instituciones es muy baja: solo el 17 % confía en los partidos políticos, el 24 % en el Congreso y el 28 % en el Poder Judicial. Además, el 25 % de los ciudadanos se declara indiferente al tipo de régimen político, lo que evidencia una peligrosa apertura hacia modelos autoritarios. Más preocupante aún, el 42 % cree que la democracia podría funcionar sin partidos y el 39 % sin Congreso, cifras récord que ponen en tela de juicio su importancia para la estabilidad democrática.
Considerando estos números, hasta cierto punto resulta comprensible que no haya reacciones desde la sociedad civil ante ciertos atropellos de aquellos liderazgos que pretenden gobernar por encima de las instituciones. Ciertamente, la popularidad de Bukele supera el 70 % en El Salvador. Partiendo desde allí, cabría preguntarse si no resulta legítimo que un presidente se mantenga en el poder, siempre y cuando la gente lo siga respaldando. En sistemas presidencialistas donde, de suyo, el poder se concentra en menos manos y donde los contrapesos tienen menos influencia, la lógica de la continuidad, so pretexto del apoyo mayoritario, resulta peligrosa. En América Latina no existe registro de algún presidente que se haya mantenido por décadas en el poder y que, a su vez, haya respetado las reglas del juego democrático.
El poder es un ente dinámico. Y en ese mismo dinamismo, el poder tiende a convertirse en traje a la medida de quien gobierna. Peor aún, a medida que el tiempo transcurre, los actores sociales terminan por subirse al tren que gobierna o la crítica los termina expulsando del sistema; en algunas ocasiones, esa expulsión tiene consecuencias directas sobre su libertad o reputación, o bien, la crítica se ve obligada a la autocensura o al exilio.
Una bandera roja anunciando «peligro» se iza en Centroamérica. Faltará por ver si dentro del contrapeso existe el músculo necesario para frenar cualquier pretensión de dominio desde el poder central, o estamos a las puertas de un nuevo gobierno formalmente autocrático en Latinoamérica.
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