Opinión

Y las urnas resucitaron a Perón

El jefe de Gobierno ha tenido que reconocer la magnitud del revés electoral

Argentina.- El peronismo se impone ante Milei en la provincia de Buenos Aires
Argentina.- El peronismo se impone ante Milei en la provincia de Buenos AiresEuropa Press

Los hechos vuelven al relato un obituario secundario. Conviene recordarlo en un país donde la política ha convertido la narrativa en herramienta de poder y la metáfora funeraria en lenguaje electoral. En Argentina, cada elección parece un entierro: se reparten clavos, se cierran ataúdes y se proclaman muertes políticas que casi nunca se confirman. El peronismo, en particular, ha sido despedido tantas veces que ya parece inmortal. Este domingo volvió a desmentir a quienes lo daban por terminado. En la provincia de Buenos Aires, el distrito que concentra casi el 40% del padrón nacional, obtuvo el 47% de los votos frente al 33% de La Libertad Avanza –el peronismo compitió bajo la marca Fuerza Patria–. Una diferencia de casi 14 puntos suficiente para transformar lo que debía ser una elección provincial en un plebiscito que acabó en una gran derrota para el gobierno de Javier Milei. No fue una elección más. El propio presidente había nacionalizado el comicio y lo presentó como un referéndum. Incluso anticipó que un triunfo libertario pondría, según sus palabras, «el último clavo en el ataúd del kirchnerismo». Ocurrió lo inverso: un peronismo revitalizado y un jefe de Estado obligado a reconocer públicamente la magnitud del revés. Axel Kicillof, gobernador bonaerense, emergió de la jornada no solo como vencedor provincial, sino como líder opositor con proyección nacional. Y todo en un contexto de hartazgo social: un electorado que, tras dos años de mesianismo y confrontación permanente, quizá simplemente buscó votar algo más «normal».

En la búsqueda de explicaciones se mencionan varias: errores de armado, la presencia de figuras recicladas, un aparato territorial insuficiente e incluso el desgaste por los escándalos que rozaron a Karina Milei –hermana del presidente– y a los Menem, parientes de aquel exmandatario recordado como uno de los más corruptos de la historia reciente. Todo eso pudo haber pesado. ¿Pero por qué una derrota tan amplia? Los desaciertos de campaña no alcanzan para explicar semejante distancia. La hipótesis más plausible es que la economía, con su peso ineludible, terminó imponiéndose sobre las narrativas. Y allí aparece lo más delicado: Milei rompió con su propio manual. El presidente, que se presentaba como garante de coherencia hoy improvisa, corrige sobre la marcha y erosiona la credibilidad, ese insumo básico que la Argentina necesita y que se desvanece un poco más cada día.

El Gobierno muestra una inflación mensual por debajo del 2% y una desinflación inédita en décadas. Pero en la vida cotidiana, la percepción es otra: salarios que no alcanzan, consumo retraído, empleos más precarios y un humor social dominado por la incertidumbre. Esa disociación entre lo que los funcionarios ven en sus planillas y lo que la gente siente en la calle fue decisiva: no se vota un Excel, se vota la nevera.

El golpe tuvo repercusión inmediata. El lunes, los mercados castigaron con crudeza: el dólar subió, las acciones argentinas en Nueva York se derrumbaron hasta un 20% y los bonos cayeron 9% tras el resultado electoral. El riesgo país volvió a rozar los 1.000 puntos. J.P. Morgan había anticipado que una victoria amplia del peronismo dispararía volatilidad, presión cambiaria y pérdida de reservas. Ocurrió lo segundo, y los números lo confirmaron en cuestión de horas.

La noche electoral dejó, además, una escena inesperada. Por primera vez en dos años de gestión, Milei pronunció un discurso con tono «adulto». Fue breve, sobrio. ¿Entendió que no debía echar más gasolina al incendio? ¿Pudo, por una vez, racionalizar la derrota, como si un impulso crónico de irracionalidad hubiera sido sustituido, de manera excepcional, por un acto de razón? Habló de autocrítica y prometió correcciones, aunque ratificó que no cambiará el rumbo económico. Esa moderación contrastó con el Milei que hasta aquí se creyó invencible: insultó a periodistas, tensó con gobernadores, rompió puentes con líderes internacionales y fustigó a sectores sociales enteros, convencido de que la confrontación permanente lo blindaba.

Sin embargo, incluso en su primera intervención «razonable», puede asomar la contradicción: ¿qué sentido democrático tiene aceptar perder y, al mismo tiempo, afirmar que «el rumbo no se va a modificar, sino que se va a redoblar el esfuerzo»? Como advierte el analista Mario Riorda, si la democracia –en términos de Adam Przeworski– es el método para resolver conflictos pacíficamente, desoír un resultado electoral es lo más parecido a un proceder poco democrático y poco pacífico. Estará por verse.

Mientras tanto, en la Casa Rosada, la derrota abrió un tembladeral. El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, reconoció la falta de «humildad», en lo que pareció un primer paso hacia una autocrítica más amplia. Circulaba incluso la idea de crear un nuevo poder dentro del poder, una instancia de coordinación política que implicaría cambios de gabinete o, al menos, un rediseño de las decisiones. Nadie sabe todavía si esa cirugía será suficiente para sostener al Gobierno hasta el mes de octubre.

La conclusión internacional es clara: Argentina no liquidó a ninguno de sus grandes bloques. El peronismo demostró que conserva fuerza en el territorio y los mercados redescubrieron que la estabilidad económica depende menos de gráficos que de confianza política. Siguen vigentes las etiquetas de la incertidumbre: el riesgo Kuka, que remite al fantasma kirchnerista; el riesgo Karina, alimentado por los escándalos de coimas en el entorno presidencial; y el inevitable riesgo país, expresión de una nación incapaz de estabilizar las expectativas más básicas.

La presidencia de Milei debería entrar, por necesidad, en una fase más «adulta» o «normal». Menos invocaciones al cielo, menos funerales imaginarios, más gestión real. Si no, octubre puede convertirse en una orilla demasiado lejana para un Gobierno que quiso enterrar al peronismo, acabar con la casta, y que hoy se ve obligado a sostenerse a sí mismo. El «experimento Milei», nacido con pretensión mesiánica, solo podrá sobrevivir si aterriza en algo más terrenal. Nada nuevo para un país fascinantemente imprevisible.