Política
Un año después de la victoria de Trump, EEUU se ahoga en la polarización extrema
El segundo mandato del presidente encarniza las posiciones entre demócratas y republicanos, mientras el Gobierno federal sigue cerrado
«La discordia y división en la sociedad estadounidense «deben curarse. O nos elevamos juntos, o nos desmoronamos. Me presento para ser presidente de toda América, no de la mitad de América», aseguró Donald Trump en su discurso de aceptación para la nominación del Partido Republicano, en julio de 2024. «La discordia y la división en nuestra sociedad deben sanar rápidamente», reiteró tras el intento de asesinato que sufrió ese mismo mes en Butler, en el estado de Pennsylvania, y del que milagrosamente salió ileso.
Poco después, el magnate neoyorquino ganaba las elecciones con holgura, y, desde entonces, nada ha cambiado. La polarización que nutre esa discordia y división solo ha aumentado tanto desde la Casa Blanca, como entre sus contrincantes en las filas del Partido Demócrata.
Estados Unidos, o, «el crisol de razas», según el término popularizado en el siglo XX para describir la diversidad étnica y cultural del país, está sumido en un proceso de distanciamiento de las ideologías. Una radicalización de posturas que, por otro lado, no es nueva en su historia. Como escribió Philip Roth, «en lugar de ver a Estados Unidos como un virtuoso desfile de lo Bueno y lo Malo, debemos verlo como un teatro de opuestos superpuestos».
Disturbios y violencia
En ese contexto, la polarización política extrema ha llevado al país a confrontaciones violentas. Desde disturbios ciudadanos a una guerra civil con 620.000 muertos, el 2% de la población de 1865. Esa es la delgada línea roja por la que anda la segunda Administración Trump, cada vez más tribal en tanto que identitaria, y cuya regla siempre es percibir a la oposición como una amenaza interna.
La enorme y creciente divergencia entre partidos es un síntoma de la enorme desconfianza y hostilidad abierta hacia la bancada contraria. Las diferencias se han convertido en grietas profundas, emocionales, sin espacio para el consenso, cosa que ha provocado un aumento de la desconfianza en las instituciones.
El gobierno, el sistema judicial, las elecciones, todo ha sido puesto en entredicho por la Administración de Donald Trump, cuyo nuevo mandato se basa en una tolerancia cero del contrincante. Más aún, a menudo es el propio presidente quien alimenta la fuente del enfrentamiento.
Perseguir a los enemigos
«Un 69 % de los estadounidenses cree que Donald Trump ha dañado la dignidad de la presidencia», revela una encuesta del Public Religion Research Institute. Asimismo, el 55 % piensa que está «utilizando las fuerzas del orden federales para perseguir a enemigos políticos», como los casos de la juez estatal Hannah Dugan y la congresista demócrata LaMonica McIver, que han sido procesadas por el Departamento de Justicia a instancias de la Casa Blanca, en un claro movimiento para ejercer la intimidación política del adversario.
La estrategia trumpiana basada en el «conmigo o contra mí» también ha desplegado sus artimañas e intimidaciones hacia la prensa, con el bloqueo de periodistas para limitar a los que son críticos con la Administración. En este sentido, por primera vez en la historia el Pentágono no tendrá un acceso libre para los medios acreditados.
El ataque contra las universidades díscolas que no se han alineado con su ideología es otro de los factores de polarización en el mundo Trump 2.0. El caso más sonado es el de Harvard, en Boston, que sigue plantándole cara a la Casa Blanca pese a los recortes económicos y las amenazas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), el cual se ha convertido en la mano armada del presidente.
La batalla de la inmigración
Las políticas migratorias de Trump son otro gran tema de discordia. Ahí la polarización está abonada y crece a pasos agigantados. La estrategia agresiva contra los «ilegales» (como los denomina la Administración, mientras alcaldes como el de Chicago, Brandon Johnson, hablan en público contra esa terminología que consideran clasista y racista), los métodos inconstitucionales empleados por ICE, o los centros como el «Alcatraz de los Caimanes», en los Cayos de Florida, más parecido a un campo de concentración que a una instalación de tránsito migratorio, son un golpe en el estómago de la democracia. Un motivo irreconciliable con la oposición.
Más aún, la Administración Trump se ha lanzado a la guerra cultural como eje político. Ese conflicto se libra en los campos de batalla de la identidad de género, la inmigración, la cultura woke o los derechos LGBTQ+, entre otras cosas. Además, cuenta con un plan a largo plazo, pese a la edad de Trump, 79 años.
El ideólogo trumpista y pilar de la narrativa MAGA, Steve Bannon, asegura que el magnate neoyorkino «se presentará a un tercer mandato». Algo difícil, pero posible, inusual y que requiere una serie de factores que pueden llevar a Estados Unidos al borde de una nueva guerra civil.
La polarización política extrema es una olla a presión cuya consecuencia más nefasta, la violencia, ya ha dejado víctimas con los asesinatos del influencer de ultraderecha Charlie Kirk, el pasado septiembre, en la Universidad de Utah. O el de la representante demócrata del estado de Minnesota, Melissa Hortman, y su marido, abatidos en el mes de junio por un pistolero en su residencia privada. Mientras, la presión de la olla sigue aumentando de forma imparable, especialmente porque ante una gobernabilidad imposible de aceptar, el Partido Demócrata optó, el pasado 1 de octubre, por cerrar el Gobierno federal.
Recortes en las ayudas
Oficialmente, el cierre del Gobierno se produjo porque el Congreso no aprobó la legislación de financiación antes de que expirara la resolución de continuidad del día anterior, aunque la razón real es que los políticos demócratas creen intolerables los nuevos niveles de gasto federal marcados por la Casa Blanca, los recortes a las muy necesarias ayudas en el exterior, o, en materia de salud, y la finalización de los subsidios de seguro médico que los demócratas exigen incluir en el presupuesto.
La interrupción de la maquinaria federal solo apuntala la narrativa del «nosotros contra ellos». Sobre todo, entre la ciudadanía, ya de por sí enrarecida e influenciada por las burbujas mediáticas y la desinformación en las redes sociales, que buscan la identificación ciega con su partido. El resultado: la división se agranda y está ya en las calles.
Por otro lado, las consecuencias económicas del cierre también afectan directamente a los cientos de miles de empleados federales, así como a los muchos trabajadores de las industrias dependientes del Gobierno de Washington. Desde los soldados que deben proteger al país de sus enemigos internos y externos, como indica el Artículo IV de la Constitución, hasta los empleados de los museos federales o los guardabosques de los Parques Nacionales repartidos por todo el país.
Peor aún, el bloqueo presupuestario es un arma sobre los hombros de los más necesitados mientras los partidos Demócrata y Republicano se deslegitimizan y, con ello, el proceso democrático y legislativo porque el oponente es criminalizado.
Diversas encuestas han evidenciado en las últimas semanas que la mitad de los votantes estadounidenses considera que quienes apoyan a la oposición son «claramente malvados». Este tipo de polarización afectiva es uno de los grandes peligros de la democracia, que muere cuando las palabras se convierten en ruido de sables, balas o bombas.