Estados Unidos
Asher Ud: «Separaban a los bebés y los lanzaban por el aire»
Pasó décadas callado, pero ahora tiene claro que su deber es contar hasta el último detalle de lo que vivió.
Asher Ud (ex Sieradzki), hoy de 86 años, habla sin apuro, pero con sensación casi de urgencia. Cuenta su historia como superviviente de la Shoá (el Holocausto) y siente que con cada palabra está cumpliendo con un deber. Le llevó 50 años desde el fin de la guerra comenzar a hablar y ahora está decidido a seguir haciéndolo mientras tenga fuerzas. De lo contrario, la Shoá será olvidada «y eso no puede pasar. Porque mientras se la recuerde, no se podrá repetir», asegura. «Nací el 14 de junio de 1928 en Zdunska Wolla, Polonia», cuenta a LARAZÓN. «En casa éramos cinco: mis padres, mi hermano mayor, Berl, mi hermano menor, Gabriel, y yo. Los perdí a todos».
Cuarenta años después del fin de la guerra, Asher se enteró de que su hermano mayor había sobrevivido y residía en Alemania Oriental. En Auschwitz-Birkenau se habían visto cuatro años después de que Berl fuera llevado a un campo de concentración. Berl logró salvarle la vida en más de una ocasión. Hasta que se volvieron a separar. Décadas después llegó el reencuentro y Berl inclusive vivió un tiempo en Israel. Hace tres años falleció.
Al pensar que Berl había muerto, al igual que sus padres y su hermano menor, Asher se sintió siempre solo, sin familia, hasta que ya en Israel (la Palestina del mandato británico, ya que llegó antes de la independencia) contrajo matrimonio en 1953 con Jaia, «sabra», nacida en el país. «Hasta ese momento, no tenía familia», recuerda. «Pero formé mi propia tribu: tengo tres hijos y diez nietos», dice sonriente. «Y ésta es mi victoria». Su nombre original era Anshel Sieradzki. Cuando, años después, en el marco de su trabajo en Israel, viajó en misión oficial al exterior, tuvo que cambiar el nombre por uno en hebreo. La elección fue muy simbólica, porque Ud proviene de una frase bíblica que aparece en el libro de Zacarías y se refiere a un pequeño trozo de madera, o astilla, que logra quedar entero y no quemarse en la hoguera.
Asher y su esposa reciben a LARAZÓN en su departamento en el barrio de Beit HaKerem de Jerusalén. Nada en el lugar hace pensar que ésa es la casa de alguien que pasó por el infierno. Plantas, fotos familiares, adornos... mucho calor de hogar. Seguramente la explicación está no sólo en la personalidad de Jaia, educadora que ama las manualidades y cuyos trabajos están por doquier, sino en la actitud ante la vida que emana de la respuesta de Asher cuando preguntamos si alguna vez sintió deseos de vengarse por lo que vivió.
«No, nunca», asegura. «Yo digo la verdad: si ahora me traen aquí un nazi y me dicen que asesinó judíos, que no hay dudas que lo hizo, lo mato aquí mismo. Pero creo que lo central es que tenemos que seguir viviendo. No debemos perdonar y no debemos olvidar. Pero hay que mirar hacia adelante, y vivir». Y ésta, es parte de su historia.
–¿Cómo explicar qué era Auschwitz?
–Por más que se cuente nadie podrá comprenderlo. Solamente quienes estuvieron pueden saberlo plenamente. Allí, el problema no era sólo el peligro constante de muerte, sino cómo luchar por mantenerse vivo. De todos modos, para mí Auschwitz fue casi un paraíso al lado de todo lo que pasé en el gueto de Lodz.
–Comencemos por el principio.
–Cuando estalló la guerra yo tenía once años. Los alemanes llegaron rápidamente a mi pueblo. Allí vivíamos más de 12.000 judíos. Nos concentraron en tres calles, que pasaron a ser el gueto del lugar. Comenzaron entonces las «aktziot», todo tipo de iniciativas terribles. Lo primero fue que nos sacaros a todos de las casas. Nos llevaron a un campo vacío. Los nazis cortaron barbas y patillas, golpeaban y, al final, todos teníamos que mirar cómo colgaban a diez judíos. Así varias veces. El único «pecado» de los colgados era ser judíos y considerados los más conocidos y respetados de la comunidad.
–Para bajar la moral, humillar...
–Por supuesto. En determinado momento se llevaron a los hombres jóvenes, entre ellos, a mi padre... y no lo volví a ver nunca más. Luego también a mi hermano. Un día, los alemanes nos dejaron en un campo en el que habían colgado a 20 judíos. Daban vueltas a nuestro alrededor todo el tiempo. Cuando veían a una madre con su bebé en brazos, con el lazo le arrancaban a la criatura y la tiraban por el aire a coches de carga que pasaban por el camino. Si alguien se desmayaba o caía por los golpes, lo tiraban a esos coches también.
–Y esa era la rutina...
–Así, tres días, hasta que nos llevaron a la zona del cementerio judío, que estaba fuera del gueto. Yo estaba con mi mamá y mi hermano menor, Gabriel. Por casualidad, estábamos cerca de la tumba de mi abuela. Me subí a una lápida, miré a mi alrededor, bajé y le dije a mi madre: «Mamá, aquí nos separamos». En ese momento tenía trece años y no sé de dónde saqué la capacidad de comprender lo que iba a pasar.
–¿Qué es lo que entendió?
–Que ahí nos separarían, que a ellos los llevarían a la muerte y a mí me dejarían en el grupo que iba a vivir, por un tiempo. Ellos caminaban, mi hermano menor primero, luego mamá y yo detrás de ellos. Recibía golpes todo el tiempo, aunque ya no los sentía. Pero cada golpe que mi madre o mi hermano recibían, era como si me estuvieran cortando la carne. Y tal como lo había supuesto, a mí me mandaron para un lado y a ellos para otro. Yo a la izquierda y ellos siguieron derecho. Gabriel tenía nueve años. Sus ojos los sigo viendo hoy.
–Del cementerio de su pueblo fue trasladado al gueto de Lodz, ¿no?
–Así es. Nos sacaron de allí en vagones de animales. Viajamos cinco días. La gente se sofocaba. Yo estaba casi muerto porque debía hacer mis necesidades y allí me era imposible, aunque había gente que sí lo lograba. Estaba como acurrucado dentro de mí mismo, no podía acostarme porque entonces me pisaban.
–Y con trece años, empezó otra etapa en la guerra de su vida.
–Exactamente. Llegué al gueto de Lodz. Hasta ese momento nunca había salido de mi casa y ahí estaba solo. Creo que me quedé petrificado. Vi a lo lejos una colina que resultó ser un montículo de basura en el que había gente buscando algo para comer y yo también me sumé. Recuerdo la felicidad que me daba estar con otra gente y no solo todo el tiempo. Pero cada día era una pesadilla.
–Después de Lodz llegó Auschwitz.
–Me enviaron a Auschwitz-Birkenau, nuevamente en vagones de bestias. Al llegar había que correr rápido, pasar dos filas de soldados alemanes, cada uno daba de regalo un golpe, con un látigo, un palo o una patada con sus botas. Nuevamente tuve suerte y me enviaron al campamento. Tuvimos que desnudarnos, nos raparon y fumigaron. Había que correr hacia una pila de ropa y coger un pantalón, una camisa, dos zapatos, sin importar los tamaños. Y entramos al campamento.
–¿Recuerda el 27 de enero de 1945, el día que se presenta como de «la liberación» de Auschwitz, cuando entró el Ejército ruso?
–No exactamente porque en el momento en el que empezamos a oír los cañones de los rusos nos sacaron de Auschwitz hacia la marcha de la muerte. Bajo la lluvia y la nieve. El que no podía seguir era disparado por los alemanes. Cuando llegamos a Mauthausen, en Austria, mucha gente moría todos los días. Un tiempo después vimos que los alemanes escapaban. Llegamos a una carretera principal y vimos tanques norteamericanos. Ya era el 5 de mayo de 1945.
–¿Y usted estaba en situación como para pensar en liberación?
–No recuerdo haber tenido sueños o pensamientos. Creo que toda la aspiración era esconderse, ocultarse, no caer. No recuerdo haber sentido en el momento que era algo dramático.
–O sea, que no tuvo la sensación de «hoy se terminó la guerra para mí».
–No, porque, inclusive cuando en la práctica terminó y los soldados norteamericanos nos daban comida, nadie nos explicó que había que acostumbrar gradualmente el cuerpo a comer nuevamente. Muchos nos enfermamos y algunos murieron. Pero estaba claro que era otra etapa.
–¿Recuerda cuándo sintió que empezaba una etapa diferente?
–Cuando estaba en la escuela agrícola en Magdiel en un grupo de 18 jóvenes y dos de ellos recibieron cartas de parientes en Estados Unidos que los llamaban. Querían que fueran para allí. Fue la primera vez que empecé a pensar que estaba vivo de verdad y que podía decidir yo solo qué quiero. Hasta ese momento otros lo habían hecho por mí. Y, entonces, entendí que lo que nos pasó fue porque no teníamos nuestra patria. Y decidí que haría todo los posible para tener una. Y así lo hice, luché, trabajé, construí... ¡y gané!
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