Análisis

La Internacional Autoritaria: la cumbre de la disrupción

Lo sucedido en la cumbre de Pekín no puede, bajo ningún concepto, reducirse a la foto de Putin, Modi y Xi Jinping. Se trata de un desafío directo al orden internacional liberal

FOTODELDIA Tianjin (China), 01/09/2025.- El presidente chino Xi Jinping (d) conversa con su homólogo ruso Vladímir Putin (i) durante la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) celebrada este lunes en Tianjin, China. EFE/ Alexander Kazakov/ Sputnik / Kremlin / Pool / Crédito Obligatorio
Conversaciones entre el presidente chino Xi Jinping y su homólogo ruso Vladímir Putin durante la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS)ALEXANDER KAZAKOV/SPUTNIK/KREMLIN / POOLAgencia EFE

La geopolítica mundial ha experimentado en los últimos dos años un giro copernicano, y la reciente cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) es uno de sus síntomas más preocupantes y reveladores. Estamos presenciando el nacimiento y la consolidación de lo que podríamos denominar, sin temor a equivocarnos, la «Internacional Autoritaria». Si afinamos el tiro para referirnos a su núcleo más cafetero –Rusia, China, Irán y Bielorrusia–, podríamos bautizarla sin ambages como la «ODU»: la Organización de Dictaduras Unidas. Lo sucedido en esta cumbre no puede, bajo ningún concepto, reducirse a la foto de los tres grandes –Putin, Modi y Xi Jinping–. Se trata de un desafío directo, meditado y coordinado al orden internacional liberal; un orden que no buscan derribar por completo, pues se benefician de sus estructuras comerciales, sino remodelar para ponerlo definitivamente a su servicio.

El propio Xi Jinping, con una franqueza que debería helarnos la sangre, definió la reciente cumbre como la «cumbre de la disrupción». Y esa definición no es en absoluto gratuita: lo que hemos presenciado es un puñetazo en la mesa, no una patada al tablero. A Pekín, con su pragmatismo milenario, no le conviene dinamitar las reglas del juego global, sino adaptarlas a su medida. Quiere seguir jugando la partida, pero con sus propias normas, afirmando su centralidad, extendiendo su influencia y consolidando su poderío económico, financiero y político. Es la materialización de lo que el estratega y exasesor de seguridad nacional estadounidense, H.R. McMaster, ha descrito como una estrategia de «coexistencia y competición a largo plazo», donde el objetivo no es la guerra abierta, sino la erosión sistemática de las instituciones y alianzas que sustentan el poder occidental.

Xi y Putin: la alianza imposible

El acercamiento entre Rusia y China es, sin duda, uno de los fenómenos más relevantes y preocupantes de la geopolítica contemporánea. Lo paradójico es que se trata de una alianza cargada de contradicciones estructurales. Los dos países comparten 4.209 kilómetros de frontera terrestre, una línea divisoria que separa a un gigante demográfico –China, con su superpoblación y su necesidad de recursos– de un territorio inmenso y casi vacío –la Siberia rusa–, donde más del 30% de la población del extremo oriente siberiano es ya, de facto, de origen chino. El desequilibrio demográfico y económico contiene la semilla de tensiones futuras y, quién sabe, quizá de conflictos inevitables a medio y largo plazo.

Numerosos analistas coinciden en que la convergencia entre Moscú y Pekín es, hoy por hoy, poco más que un matrimonio de conveniencia. El propio Henry Kissinger advirtió en sus últimos años sobre esta dinámica, señalando que «no es natural que Rusia y China tengan intereses idénticos a largo plazo». Rusia necesita a China como cliente prioritario de su energía y como socio político indispensable frente a Occidente; China necesita a Rusia como un vasto proveedor de materias primas y, crucialmente, como un escudo estratégico en su pulso existencial con Estados Unidos. Sin embargo, los intereses de fondo son divergentes. Moscú teme, con una angustia palpable, convertirse en el socio menor y vasallo de una relación profundamente asimétrica, mientras que Pekín, con su visión imperial, nunca renunciará a contemplar Siberia como un espacio de expansión natural y necesario para su futuro.

Ahora bien, si en algo tiene razón Donald Trump –y en ocasiones la tiene– es en señalar que los errores estratégicos de Europa han propiciado y acelerado esta peligrosa convergencia. Sanciones mal calibradas que no lograron disuadir a Moscú pero sí le cerraron los mercados occidentales, una sed de energía barata casi suicida que nos hizo vulnerables, y una ausencia clamorosa de visión estratégica y diplomática por parte de Bruselas, han empujado a Putin y Xi a una colaboración «sin límites» que, aunque intrínsecamente frágil, hoy es una realidad tangible y amenazante.

Lo que podía y debía haber sido una ruptura inevitable entre dos potencias con destinos contrapuestos, ha quedado suspendido en una pausa, quizá más larga de lo que algunos en Washington y Bruselas creen. El problema fundamental es que la duración de esa pausa dependerá menos de las decisiones de Moscú o Pekín que de la inteligencia –o más bien la crónica falta de ella– de la diplomacia occidental. Y mucho me temo que hablar de diplomacia occidental inteligente y cohesionada en 2025 es, lamentablemente, un inmenso oxímoron.

China y sus pies de barro estratégicos

A pesar de su imponente fachada, el poderío militar chino aún no se corresponde con sus ambiciones globales. Y, lo que es más importante, su formidable economía depende peligrosamente de un único y estrecho punto de estrangulamiento: el Estrecho de Malaca, por donde transita la inmensa mayoría de sus importaciones energéticas (petróleo de Oriente Medio) y de sus exportaciones industriales hacia Europa y África. Esta vulnerabilidad, conocida en los círculos estratégicos de Pekín como el «dilema de Malaca», obsesiona a la élite del Partido Comunista Chino. La posibilidad de que la Armada de Estados Unidos o una coalición de potencias hostiles imponga un bloqueo en dicho estrecho es el escenario de pesadilla que impulsa gran parte de su política exterior.

La respuesta de Pekín a esta inseguridad existencial ha sido múltiple, ambiciosa y metódica:

* Una expansión de su presencia económica y que aspira a que sea cada vez más militar en puertos de Iberoamérica, África, Oriente Medio y Asia Central, asegurando puntos de apoyo logístico a lo largo de sus líneas vitales. La mega base en el Estrecho de Bab el-Mandeb, en territorio de Djibuti, no deja lugar a la menor duda sobre las aspiraciones de influencia global de China.

* El fortalecimiento de su alianza estratégica con Rusia, que le garantiza una retaguardia segura y acceso terrestre a recursos energéticos que no necesitan transitar por rutas marítimas vulnerables.

* Y, sobre todo, el impulso faraónico a la Nueva Ruta de la Seda (la Iniciativa de la Franja y la Ruta), concebida como una red de corredores terrestres y ferroviarios que conectan China con Europa a través de Asia Central, creando una alternativa viable a la dependencia de Malaca.

Como ha señalado el analista Parag Khanna, «el futuro es asiático, y la Ruta de la Seda es la columna vertebral de ese futuro». China no solo está construyendo infraestructuras; está diseñando un nuevo mapa geoeconómico donde todas las rutas, tanto físicas como digitales, conducen a Pekín.

La escenificación en Pekín

El desfile militar en la Plaza de Tiananmén por el 80º aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial fue mucho más que un acto conmemorativo: fue una calculada escenificación de poder. La imagen de Xi Jinping, Vladimir Putin y Kim Jong-un juntos en la tribuna de honor ofreció al mundo la postal de un bloque revisionista consolidado, unido y decidido a desafiar la hegemonía occidental.

China no se limitó a hacer marchar a sus soldados. Mostró al mundo sus últimos avances en misiles hipersónicos, drones de combate y otras tecnologías militares de vanguardia.

El mensaje fue inequívoco y dirigido directamente a Washington: reafirmar el liderazgo indiscutible de Xi en el frente interno y proyectar una imagen de unidad y fuerza frente a Estados Unidos y sus aliados. La invitación a un paria internacional como Corea del Norte para participar en los fastos no hizo sino subrayar la dimensión provocadora y desafiante de la cita.

La compleja posición de la India

La presencia de India en la cumbre de la OCS, representada por su primer ministro, Narendra Modi, envía un mensaje deliberadamente ambivalente y complejo. Para Trump y para gran parte de Occidente, India es un socio estratégico fundamental, el contrapeso democrático natural a China en Asia. Sus vínculos con potencias europeas como Francia son sólidos, y el Reino Unido se ha convertido, en muchos aspectos, en una prolongación del mundo social y de los negocios de la India. Baste recordar el dato, tan simbólico como revelador, de que la familia más rica del Reino Unido no es británica, sino la familia india Hinduja.

Pero la India, una civilización milenaria convertida en potencia emergente, aspira a ser un polo de poder mundial desde el equilibrio, la prudencia y una feroz defensa de su autonomía, no desde alineamientos automáticos con bloques revisionistas o autoritarios.

Como bien me recordaban algunos de mis más lúcidos interlocutores cuando ejercí de embajador de España en Nueva Delhi, la vocación de independencia geopolítica y geoestratégica de la India es inquebrantable y un pilar de su identidad nacional. El propio ministro de Asuntos Exteriores, S. Jaishankar, lo resume con una claridad meridiana en su libro «The India Way»: la estrategia de la India consiste en «avanzar en sus propios intereses relacionándose con múltiples actores».

Por ello, los aranceles punitivos secundarios de Trump contra la India no fueron solo un error, sino un monumento a la insensatez estratégica. A un líder como Modi, que ha construido su carrera sobre el nacionalismo y el orgullo indios, no se le arrincona con un órdago; se le persuade con negociación y respeto.

El orgullo nacional indio no tolera humillaciones. Si Occidente insiste en cometer errores estratégicos tan estúpidos, podría encontrarse con la desagradable y catastrófica sorpresa de que la gran esperanza democrática para la contención de China acabe transformándose, si no en enemiga, sí en una examiga resentida y distante. Y sería, en efecto, otra soberana e incomprensible estupidez occidental, una más en la larga lista de este atribulado siglo XXI.

Conclusión: nuevas reglas del tablero

La Organización de Cooperación de Shanghái ya no es un club regional periférico centrado en la seguridad de Asia Central. Se ha transformado en la plataforma política, económica y, cada vez más, militar desde la que Pekín y Moscú articulan su gran proyecto para reordenar la geopolítica global.

Lo que está en juego no es únicamente la integración económica de Eurasia, sino la configuración de un nuevo y vasto epicentro de poder mundial que desafía los principios, las instituciones y la influencia del mundo democrático.

Y conviene recordarlo una última vez: China no quiere dar una patada al tablero. Su estrategia es mucho más sutil. Quiere que el mundo entero siga jugando la partida, pero obligarnos a todos a hacerlo con sus reglas, tras haber dado un sonoro puñetazo en la mesa. La cuestión es si en Occidente queda alguien con la visión y la voluntad para responder.